Me deslizo entre castaños cansados y confundidos almendros en espera del frío. Un océano de niebla que ansía ser nube emerge desde lo más profundo del Valle del Genal. Benadalid permanece recostado en la rocosa ladera salpicando el paisaje de cal y rojizas tejas. El perfume de las últimas lluvias humedece la tierra y despierta las esperanzas de las centenarias fuentes. Al cerrar los ojos, escucho el silencio en todo su esplendor. Un silencio apenas roto por el quejido de un gallo y el eco de los sueños que bostezan al alba. Y tras esa translúcida ventana, está mi madre…
Ese valle del Genal más antiguo que Benadalid. Y ese Benadalid que es la cuna donde descansa el tiempo que se abriga bajo el manto de una niebla que sueña con ser nubeAhí está mi madre echándole un pulso a la alegría. Ahí está mi madre asustada por el paso del tiempo, consciente de que la vida está hecha de tiempo. Ahí está mi madre con la sospecha, incluso la dura certeza, de que la línea de su pasado quizás sea más larga que la de su futuro. “¡Ay, hijo! No sé si llegaré a la próxima Navidad”… ¡Ay, madre! Llegarás a todas las navidades que a mí me queden por vivir. El tiempo es hoy. Mañana no es más que una ilusión. Ella esboza una sonrisa y yo me trago un suspiro que apacigua mi alma.
Salgo al porche y la miro a través de la ventana, la translúcida ventaja enrejada. Está de espaldas, en la cocina, practicando su alquimia. Es el tiempo quien oxida la piel. Mario Benedetti fue quien dijo que cinco minutos bastan para soñar toda una vida, así de relativo es el tiempo. No más que una huella que se crea y que se deshace en la orilla a merced de las mareas. No más que el ayer de muchos, el presente de los que aquí estamos y el futuro de los que vengan. Y mi madre lo sabe, se gira, mete una cuchara en la olla gitana, se la lleva a la boca, se detiene y le echa una pizca más de sal. Es el punto exacto y le quita fuerza al fuego. Las prisas no te ayudan a llegar a ningún lado. Vísteme despacio que tengo prisas, me dice infinidad de veces. El tiempo no se malgasta, tan solo pasa mientras somos nosotros quienes conjugamos los verbos. La observo y los ojos se me humedecen de tanto que la quiero.
Todo comienza y todo acaba en una milésima de segundo. El antes y el después existen por el ahora. No pierdo el tiempo, entro en la casa, dejo atrás aquella ventana translúcida, y la abrazo. La abrazo ahora. La abrazo y la vida vuelve a la carga y se carga. En un segundo todo cambia y bastan cinco minutos para soñar toda una vida. Las horas se me enredan en las entrañas y los días se suceden sin apenas dejar una estela tras de sí. Sostengo su mano en mi mano. Es increíble, pero todo el tiempo del mundo cabría en su palma. Le sonrío y la vuelvo a abrazar, y entre su pecho y el mío huye el universo del frío. Ese frío que esperan los almendros para florecer y asentar en sus ramas las raíces de todas las primaveras. Ese frío que da un aspecto cansado y añejo a los castaños que bostezan al alba en el valle del Genal. Ese valle del Genal más antiguo que Benadalid. Y ese Benadalid que es la cuna donde descansa el tiempo que se abriga bajo el manto de una niebla que sueña con ser nube. Nube translúcida como la ventana tras la que observo a mi madre luchar contra el inexorable paso del tiempo. Tiempo que es ahora, ni futuro, ni pasado… tiempo que es una ilusión. Y mi ilusión el abrazo.