Hace más de 30 años, cuando no existían los teléfonos móviles sino sólo los fijos, el genial cineasta Woody Allen parodió en una de sus películas la obsesión de los ejecutivos de su época por estar permanentemente conectados a sus oficinas y/o a sus clientes.
El ‘yuppie’ protagonista de la cinta apenas tenía vida social porque en cuanto llegaba con su esposa de visita al piso de unos amigos pedía permiso para llamar a sus contactos y darles, como se diría ahora, su geolocalización telefónica:
-Oye, estoy en el 648729, pero calculo que dentro de una hora estaré en el... espera que mire mi agenda, ah, sí, en el 452437. No, perdona, que me he confundido. Probablemente nos pasaremos antes por el 387510.
Woody Allen reflejaba la paradoja de la incomunicación en un mundo donde aparentemente el teléfono podía permitir la interconexión entre las personas más alejadas físicamente pero que se convertía en una barrera separadora en la vida de las parejas, cuando se trocaba en un yugo que esclavizaba a quien lo utilizaba como instrumento de trabajo hasta en el hogar o en las reuniones sociales.
El humorista norteamericano, con su intuición genial, fue apenas un precursor del cuadro que se nos avecinaba tras la invención de Internet, el móvil, el Iphone, la Blackberry y los denominados teléfonos ‘inteligentes’, con su infinidad de aplicaciones para permanecer enganchados a la Red, desde la adictiva WhatsApp hasta su competidora Line.
Pese a la gravedad de nuestro crisis económica y nuestros seis millones de parados, España es el país con mayor proporción de los caros ‘smartphones’ de Europa (un 63,2% de los usuarios de móvil tiene uno de esas características), más aún que el Reino Unido (62,3%), Francia (51,4%), Italia (51,2%) y que hasta la rica Alemania, donde sólo se permiten este lujo menos de la mitad (48,4%) de los poseedores de un teléfono móvil.
Más de seis millones de usuarios de Internet en nuestro país viven además conectados a la Red las 24 horas del día, haciendo encaje de bolillos con las teclas de su dispositivo para, a velocidad de vértigo, tuitear, retuitear o, la mayoría de las veces, chismorrear, hasta el punto de que no pueden prescindir del aparato que les crea adicción ni en la mesa familiar a la hora de comer. Literalmente, en infinidad de hogares tienen Internet hasta en la sopa.
Anteriormente se decía que si en una Democracia de madrugada sonaba el timbre no había que preocuparse porque era el lechero. Ahora, el timbre que suena hasta de madrugada es el aviso del WhatsApp.