La Piel se mostró sin más equipaje que las puertas y sus ventanas protegidas con absoluta reverencia. Luego inventó la ubicación de su recién estado de buenaventura. Pasados los días en el reloj de arena, terminó por desplegar su fértil cuerpo y cubrir todos y cada uno de los espacios.
El lecho: un barco abordado. Las alcobas: islas donde juguetear al abrigo del mundo.
Sin embargo los amaneceres la destapaban despierta, ojerosa e inquieta. Insomne, ataviada con su vestido rojo, transitaba descalza imaginando inacabables mesas exhibidas sin pudor. Con la mirada vuelta agua, después de su porción de tierra fecunda y calmada la zozobra, pasea por las orillas atesorando en sus pliegues los soplos salinos. De regreso escribe en el diario de las cosas innombrables:
“Los corredores de mi alma son selvas de playas donde el tiempo es un aletear de bosques de romero. Algo envuelve mi andar, algo semejante a una esfera transparente que no puedo ver pues mis ojos duelen de lágrimas. Ola tras ola, arranco el dolor del mundo y lo dejo volar en encantadores viajes transoceánicos”.
La Piel no sospecha que la oyen. No distingue las respuestas a sus preguntas. No aún.
En sus paseos delirantes al borde de la sequedad cuenta quién es a conchas y caracolas.
“Soy de la tierra del fuego y guardo el sabor de la pólvora quemada. El pasado deriva en las nubes balanceando los recuerdos igual a ropa lavada, tendida al viento. Desde la ventana de mi piel, una luna aseada, observo el vaivén de un barco apoyado en un piano sin patas que, suspendido en el aire, navega por tu vientre. Tu materia azul es mi aposento. Esculpiendo almenas dichosas adornaría tu lecho con algas crecidas en mi pelo, espantando las pesadillas que acaso...
… Piélago, océano de mis delirios, contoneo de hombre vestido de oxígeno puro, ¿te desbordas por conquistar el castillo que con tanto coraje defiendo? Sabes que cuando nací, sin timón ni vela, inmersa por el ancla de lo cotidiano, los ángeles de los corales extendieron sus húmedas plumas y apadrinaron mi nombre y el amor a tu perfil costero.
Tu corriente oxigenada es mi inteligencia mejor vertebrada, ¿estás ahí? No te has despedido”.
En un atardecer confuso - al doblar una crujiente esquina - La Piel descubrió que esa tarde El Mar aguardaba ataviado de plata y cobre. Ella, incrédula, rozó el vuelo de su masculino vestido. El límpido reflejo de ambos mundos originó que oscilaran sus centros en concordancia y la inmediatez deseó posarse en los labios, olvidando preguntar sus nombres.
Detrás del último abrazo, suspendidos en la cuerda del funámbulo sin temor a precipitarse al vacío, regresaron con la luna por acompañante prendida a sus espaldas. En sus lechos de agua y tierra, pasaron las horas resolviendo la noción del tiempo recién nacido. Él, la belleza única; su corazón es una sirena cantando en la araucaria. Ella un circular misterio prendido en el cosmos.
El Mar envió un mensaje firmado con sed de párrafos sin botellas.
La Piel escribió su respuesta en el oleaje del paseo. A ella le sobraban tantas palabras.
“Al despertar mi apetito no había decrecido y en vano intenté saciarme mordisqueando el aire impregnado de tu figura. En el añil de tus ojos, puerto infranqueable donde atraca mi valentía, camino al borde del desfiladero ceñida a tu cintura. Hueles a canción de cuna. Soy la niña mecida en tu cuello y no existe la incertidumbre de zambullirme, si es contigo”.
Sobre el asfalto se va dibujando la noche. Una redonda y lunática sonrisa blanca se despereza curioseando al borde de los acantilados. El líquido elemento alza el semblante, relaja los músculos. Ante la atónita la luna y con un elegante impulso, asalta la única ventana desnuda.
Abordando la estancia en penumbra se acerca la silueta anochecida, abrigada de barro. Decidido a respirar el olor de La Piel, la despierta con el fresco arrullo del salitre.
La voz del increíble animal de las leyendas que es, arropándola bajo la medusa, murmuró.
- Existes y despiertas mi apetito más feliz. Colmas las esquinas con frutas trepando de rama en rama en dirección a los templados techos de mis olas. Y es la tierra, tú bóveda, el rincón donde brindar con una copa posaba en la arena fundida de tu vientre. Tu piel es una barca plácida, una antigua mecedora donde reposan las noches preñadas por mis mareas. Y percibo tu dolor pues frecuento la larga meseta que te sirvió de apoyo y sé que allí atesoraste baños y ternuras para no acarrearlas prendidas a tus labios, mordiendo el espíritu que te habita.
El Mar colabora con su estruendo para amarla impunemente, esa noche y todas las noches del tiempo. La Piel adquiere una firmeza sobre la que no siente miedo a quebrar y sabe que retroceder es imposible y avanzar la conduce a un viaje del que no quiere apearse acobardada.
En la negra arena escribe por última vez.
“Deposito mi alma en tu elemento. Invítame a ser partícipe de la fiesta, siéntame a tu mesa con la desnudez impúdica de los contornos. Tu vientre me acoge alucinado pues somos nacidos de nuevo y hemos salvado las fronteras, levitando sobre océanos de vanidades”.
La Piel inició un complicado y definitivo proceso al amanecer: destrenzó y lavó sus miembros. Desató las vértebras y veneró sin culto, avanzando con calma en el ritual. Sus manos trazaron en el espacio símbolos terrestres y un calor inhumano envolvió la estancia. La luz del día evolucionó lentamente hacia un anochecer imposible, saboreando el privilegio de la oculta contemplación.
Con la respiración entrecortada, el oleaje trepó por la rutilante pared en dirección a la ventana. Las cortinas eran una peligrosa red para atrapar a los no convidados. La Piel, ingrávida, le esperaba casi al límite de la deshidratación.
El Mar celebró ser el principal y definitivo invitado. Removió su morfología litoral, rieron sus orillas en una carcajada de aguas llenas, la bajamar quiso permanecer y poder mirar…
Culminado el rito, las luminarias inspiradas propagaron el eco marítimo de la tierra.
Las olas lamieron los estratos de arena negra, de arenas blancas y azuladas biografías.
Y La Piel, en amor al Piélago, izó velas, desató anclas y por timón, se sujetó a la coherencia.
Nota: fragmento de El Kanibal, M. D’Abrantes, adaptado para los Medios de Comunicación.