La simplificación del mensaje político no tiene límites. Basta con revisar el Whatsapp. Me juego la extra de diciembre a que no ha recibido ni un solo pdf con los programas electorales de los partidos políticos en liza. La ex-tra de di-ciem-bre. Habrá recibido montajes fotográficos chistosos, vídeos descacharrantes (de no más de un minuto) con candidatos haciendo monerías, con perritos o perreando, o alguno con los cientos de asistentes a un mitin cantando a coro con cierto aire marcial, y cosas por el estilo. Los habrá recibido a cholón. Pdf con los programas electorales, ni uno. Esto es la memecracia. No es un fenómeno nuevo. Demagogia hunde sus raíces en la Grecia clásica. Pero los sucesores de Pericles no gastaban smartphone, armas de persuasión masiva. Internet, las redes sociales y las aplicaciones de mensajería instantánea han transformado definitivamente los hábitos de consumo de información y entretenimiento y han multiplicado el caudal de contenidos. Tanto tráfico, tanto ruido, obliga a buscar fórmulas para atraer la atención. Se impone el humor de trazo grueso, la emotividad lacrimógena, lo simple y lo polémico, sobre todo. Un montón de gente que ha estudiado mucho y que gana una pasta por su trabajo trabaja en la fabricación de contenido tendencioso, no necesariamente falso, que pone en circulación por las ciberautopistas desde su móvil. Ese montón de gente, bien educada y bien pagada, conoce a la perfección las debilidades del ser humano. Y no todos son rusos, llevan gabardinas de anchísimas solapas y pitillo atravesado en la comisura. Gente que tiene gato, come cinco piezas de fruta al día o dedica la tarde del domingo para tragarse cinco o seis capítulos seguidos de La Casa de Papel.
Quienes se dedican a esto de la manipulación profesionalmente se aprovechan de que el acceso ilimitado a información y la incapacidad para discernir su veracidad (por limitaciones del consumidor, por las características del medio o por todo a la vez) facilitan la distribución de mensajes falsos o interesados, de manera que generan un estado de opinión favorable para sus intereses. Tres científicos analizaron la difusión de rumores en Twitter entre 2006 y 2017 y comprobaron que los rumores falsos llegaron a alcanzar a unas 100.000 personas, mientras que los verdaderos no se difundieron más que entre 1.000. Da cosita. Pero es así. En Geopolítica y Comunicación. La batalla por el relato, del Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional, se explica con detalle (y mucho mejor) todo esto. Entre las ideas que se apuntan, dos cuestiones fundamentales. En primer lugar, somos crédulos. Literalmente, damos por hecho “que el emisor trata de transmitir un mensaje verdadero, relevante y claro”. Si la noticia no chirría y además ha sido compartida muchas veces, nos tragamos el anzuelo de fijo. Por otro lado, el desmentido no suele tener mucho éxito. Los estudiosos aportan varias explicaciones, como que nos resistimos “a los intentos de imponernos verticalmente una determinada versión de los hechos”. Aporto con toda la humildad uno más. Un amigo de Facebook colgó recientemente un enlace con la noticia de la muerte de Miliki y un breve y sentido “Descanse en Paz”. Alguien le comenta: Eh, colega, que Miliki se murió en 2012. Mi amigo responde: “Vale, pero quería rendirle homenaje”. O sea, asumir que estamos equivocados es duro. Tanto como asumir nuestras debilidades. Hoy, especialmente hoy, tendríamos que hacer examen de conciencia. No hay tiempo ya para leer los programas electorales. Pero antes de votar, eviten el Whatasapp y dedíquense unos minutos a responder la pregunta: en quién confiar. Y no se engañen.