Hombre de bien y cordobés, no puede ser”; “Al andaluz, hazle la cruz. Y al sevillano con las dos manos”. Son refranes, aún extendidos, que ponen de relieve la vigencia de un antiguo estereotipo que se remonta al menos al siglo XV: el andaluz sería un mentiroso, un embaucador, un “fullero”. Que otros refranes y dichos expresen opiniones, no menos tópicas, pero antagónicas con las primeras, como “leal cual castellano”, nos pone en la pista de hacia dónde mirar para descubrir los orígenes de la infame fama del andaluz.
La gestación de la idea de España se realizó a la par del mito de unos Reyes Católicos que habrían recibido -de Dios, pero también de la herencia goda-, la misión de restaurar la unidad de Hispania. Los castellanos viejos -puros y continuadores de la Historia hispana- serían los encargados de recuperar los territorios que, como los de al-Andalus, habrían sucumbido a manos de los herejes. En el norte se habría salvaguardado la esencia patria, mientras que el sur estaría poblada por gente que fue siempre vencida y colonizada: por fenicios, romanos, árabes.
Sin embargo, los estereotipos son casi siempre ambiguos. La proverbial abundancia en el sur se elevó a categoría tópica cuando Sevilla se convirtió en metrópoli mundial, puerta de entrada de esclavos de África, oro y plata de las Indias. Unos la consideraron la “nueva Roma”; otros, sin embargo, una “confusa Babilonia”, donde se mezclaban mercaderes indianos, prestamistas genoveses, judeoconversos, amén de gitanos, antiguos moriscos, negros esclavos y otros “morenos”, en mucho mayor número que en otros lugares de la Península. Nada bueno podía salir de aquella mezcla, en una época en que la limpieza de sangre constituía la única garantía de rectitud moral, decencia cristiana y ascenso social.
Andaluces como el historiador Pedro de Medina o el escritor Vicente Espinel alabaron el sur como tierra fértil y próspera, de ciudades grandes y antiguas, ingenios preclaros y mujeres hermosas. Pero también caló la idea de que la mezcla de gentes, el clima ardiente y la abundancia de bienes alentaron la ociosidad, generando caballeritos sin oficio ni beneficio, así como todo un submundo de pícaros, valentones, prostitutas que vivían al margen de la ley y las buenas costumbres.
En la Crónica castellana de Enrique IV, Juan Pacheco (1419-1474), valido de Enrique IV, sentenciaba que “los andaluces le habían engañado todas las veces que en el Andalucía había venido, lo cual no sabía si era de la natura de la tierra o de la malicia de las gentes que en ella vivían”. La “natura de la tierra” aludía a unas específicas condiciones geográficas, astronómicas y climáticas, que -según la teoría de las zonas climáticas auspiciada por Hipócrates, Galeno y luego Estrabón- haría a las poblaciones de clima caluroso gente desordenada, lasciva, vaga, buena para el arte y el placer, pero mala para la guerra y el pensamiento.
El andaluz fingía su auténtica ascendencia e intenciones heréticas, y constituía, por lo tanto, un “ladino”, alguien que ha aprendido la lengua y las costumbres castellanas, pero que es, en el fondo, un embaucador. Semejante tierra solo podía albergar gente con “malicia”, algo de lo que se hacía eco Santa Teresa en su frustrante estancia en Sevilla: “he oído siempre decir los demonios tienen mano allí para tentar”. Con todo, cuando el casticismo de los siglos XVIII y XIX tuvieron que reinventar lo español, ante la ofensiva cultural de Francia e Italia, se miró de nuevo al sur: el pícaro andaluz y más aún su arquetipo más achulado -valentón, el jaque, el rufián- proporcionó su jerga, sus actitudes y sus comportamientos contraculturales para la gestación del majo, y más tarde, en pleno romanticismo, del flamenco.
Aún hoy, el estereotipo del andaluz un tanto narciso y hedonista, al mismo tiempo que ingenioso y con un punto de picardía, nos recuerda cómo pervive la huella del estigma pero también la fascinación por aquello que no se ajusta a la templanza y la gravedad que, según no menos antiguo tópico, caracterizaría a las gentes del norte.