Pilar ha llegado esta mañana al trabajo, como todas las mañanas, subida en su monopatín eléctrico. Sin embargo, algo le ha ocurrido hoy en el trayecto de su casa a la oficina. A su paso por el carril bici ha empezado a fijarse en las caras de las personas que iban en coche y le ha impactado la enorme carga de tristeza que ha visto en cada una de ellas. Caras de tristeza auténtica; es decir, no del tipo de tristeza sobrevenida por una muerte, una ruptura amorosa o un despido, sino de tristeza permanente, de derrota ante la vida, de desaliento, de inmersión ante tanta incertidumbre. Tampoco es que las nueve de la mañana responda al parámetro de hora feliz, pero es como si hubiera identificado una especie de patrón. Y le ha impactado.
Si este jueves se hubiese pasado por la puerta de algún colegio tal vez habría identificado otro tipo de patrones faciales y captado otras sensaciones, en su mayoría presas de cierto temor, pero condicionadas también por la confianza depositada en el equipo docente, en sus maestros y maestras, a la hora de atender y seguir adelante con la educación de sus hijos. Algunos, y entre ellos unos con más razón que otros, incluso han optado por no pasar siquiera por la puerta del colegio. Son los padres y madres “insumisas” -a riesgo de enfrentarse a algún tipo de sanción-, que siguen reclamando el retraso del inicio del curso hasta que se garantice la ratio de alumno por aula y el personal de apoyo necesario.
Su posicionamiento frontal no deja de ser una anécdota, a lo sumo una anomalía, dentro de una vuelta al colegio que no ha salido como estaba prevista, mientras desde el Ministerio a las consejerías autonómicas de Educación se limitan a mirar hacia los lados como si no fuese con ellos, después de incumplir el objetivo principal: el regreso de la educación presencial en todos los centros educativos públicos de lunes a viernes y para todos los alumnos; un compromiso que sólo han garantizado en País Vasco, Navarra, Cantabria, Castilla y León y Extremadura. En Andalucía, por ejemplo, habrá estudiantes de secundaria y bachillerato que acudirán a clase en semanas o días alternos para cumplir con la ratio. De hecho, en Jerez ya hay centros que han trasladado a los padres la división de las clases en dos y por turnos, de manera que una mitad acudirá durante una semana a clase y la otra deberá realizar trabajos y proyectos en casa.
Ésa es la auténtica cuestión, la progresiva desigualdad educativa, ya iniciada el último trimestre del curso anterior con las clases telemáticas, y que, según los especialistas, va a generar más fracaso y abandono escolar temprano, especialmente entre los adolescentes, y gracias a unas autoridades públicas que desde junio a septiembre no han sido capaces de aprobar su propio examen de recuperación por mucho que insistan en llevar la razón.
En realidad, todos quieren llevarla, la razón, y en el ámbito de la política ha vuelto a alcanzar la exageración; hasta Juan José Millás recordaba este viernes una frase de Julio Ramón Ribeyro al respecto: “La locura no consiste en perder la razón, sino en querer llevarla”. Y recalcaba: “Aquí hay demasiada gente en esa tesitura. No digamos los miembros del Gobierno y de la oposición”, incapaces de darse la razón en algún momento, ni siquiera para que lo celebremos como algo insólito. Lo peor es que en el cruce de razones ni siquiera haya opción a la alternativa, como ha ocurrido en el debate del decreto de los remanentes de los ayuntamientos. Ha perdido Pedro Sánchez como perdió el Barça ante el Bayern, pero, al menos, en el caso del fútbol los alemanes presentaron una alternativa de juego eficaz, con una finalidad más allá del chorreo del resultado.
Y ese frentismo, del que ni siquiera hay escapatoria recordando tu pasado como diputado por Ávila, ha comenzado a instalarse también en el ámbito provincial y local, ajeno a la ejemplaridad necesaria en unos tiempos en los que se confunde la oportunidad electoralista con el servicio público mientras las ciudades entristecen a nuestro alrededor.