Por supuesto que este título no es original. Como todo el mundo sabe, es el de una obra de teatro que Calderón de la Barca escribió en el año 1635.
Dicen los estudiosos de este autor, último de los grandes escritores del Siglo de Oro español, que la trama de esta comedia no era totalmente creación suya y que Calderón se había inspirado en un hecho real, acontecido pocos años antes en el otro lado del mundo, en la colonia española de Filipinas.
No lo sé. Ni la trama se parece a la historia real en la que supuestamente se inspira, ni los personajes guardan relación, pero es posible que el dramaturgo quisiera deformar la realidad para conseguir mayor tensión dramática o para preservar la identidad.
Juzguen si entre los hechos y la obra, existe relación.
Filipinas es un archipiélago compuesto por más de siete mil cien islas que está en el Océano Pacífico; fue descubierto en el año 1521 por Fernando Magallanes y recibió su nombre en honor del rey Felipe II.
El navegante portugués encontró la muerte en la isla de Mactán, perteneciente a aquel archipiélago, cuando trataba de colonizar a los nativos que al mando del jefe Lapu-Lapu, se resistían abiertamente a ser cristianizados. La riqueza de aquellas islas era codiciada por ingleses y holandeses quienes hostigaron sus costas, poniendo en grave riesgo la estabilidad de la colonización española hasta que, por fin, en 1565, Miguel López de Legazpi consigue establecer el primer asentamiento español en la isla de Cebú. Años más tarde se funda Manila, capital del archipiélago.
Desde entonces, no dejan de llegar españoles a aquellas tierras, cuyo gobierno depende del Virrey de Nueva España, el actual Méjico.
En el año 1618 fue nombrado gobernador don Alonso Fajardo de Tenza, un militar murciano de ilustre ascendencia y fulgurante carrera que aquel mismo año recibió los hábitos de la prestigiosa Orden de Alcántara, que junto con las de Calatrava, Santiago y Montesa, formaban las cuatro órdenes militares españolas, en donde también tuvieron presencia otra órdenes internacionales como la del Temple o la de San Juan.
El dos de julio de aquel año, Alonso Fajardo desembarca en Manila, como gobernador, destacando muy pronto por sus cualidades militares y organizativas.
Lo primero que hizo fue estudiar a fondo el archipiélago y sus principales problemas, procediendo a dar soluciones acertadas hasta el punto de que pronto le valieron la estima de la población y la consideración de la Real Audiencia de Nueva España.
En las islas, todas las labores la hacían los nativos que, además de cultivar las tierras y trabajar como sirvientes de las familias españolas, atendían las fundiciones y los astilleros y su trabajo no estaba reglado. Los españoles tenían como única actividad la de las armas y unos pocos, la de administración.
En consecuencia, se les hacía trabajar duramente, sin descanso y por salarios ridículos, lo que había causado un tremendo malestar entre ellos y se estaba permanentemente en estado de expectación porque en cualquier momento se producía una insurrección.
Fundición y astilleros eran fundamentales para mantener la situación de la colonia y la única forma de tener una flota con la que hacer frente a piratas chinos, musulmanes y, sobre todo, las escuadras holandesas e inglesas que permanentemente estaba asediando las numerosas islas del archipiélago.
El nuevo gobernador racionalizó el trabajo y muy pronto contó con el apoyo de la población india, como entonces se le llamaba.
El otro grave problema que acometió seguidamente fue el de la inseguridad que las flotas y los puertos tenían frente a los piratas ingleses y holandeses.
Desde Acapulco, en la costa del Pacífico de Nueva España, se enviaba un galeón que recibía el nombre de "Galeón de Manila" o "Galeón de la China", en el que se consignaba "el situado", nombre con el se conocía el dinero enviado al Archipiélago para la propia administración.
El mismo galeón, que ahora recibía el nombre de "Galeón de Acapulco", regresaba con los productos de la tierra, sobre todo especias, de inapreciable valor luego en Europa.
En el tornaviaje, arribaba a la ciudad de Acapulco y desde allí era despachada la mercancía para España.
Un galeón navegando sin protección era una pieza muy codiciada por los corsarios ingleses y holandeses que en numerosas ocasiones se apoderaron de nuestros barcos.
El nuevo gobernador estableció unas estrategias en las que el capitán de la nave no recibía las instrucciones sino en el momento de zarpar y en las que se le asignaba la ruta que debía seguir, siempre diferente de la anterior y siempre alejada de las rutas comerciales, por lo que los corsarios no encontraban al famoso galeón que tan rica carga llevaba.
Pronto Manila fue una ciudad próspera en donde escaseaban los religiosos, razón por la que se envió a Madrid, al padre franciscano fray Fernando de Amoraga que tras un viaje larguísimo en el que llegó hasta Persia y después al Mediterráneo, consiguió llegar a la capital de Imperio, en donde obtuvo permiso para que le acompañasen veinticuatro frailes de su misma orden, para cristianizar a los indios. Quiso la mala fortuna que la expedición de vuelta sufriese una tremenda tormenta en la que naufragaron algunos barcos, murieron más de mil personas y entre ellas el fraile franciscano. Pero años después, llegó a Manila el obispo Juan de Rentería, al que acompañaban varios franciscanos y diez monjas fundadoras del convento de Santa Clara, que fueron recibidos con salvas de artillería.
Pronto, gran cantidad de hijas de familia asentadas en la isla y nativas convertidas al cristianismo, ingresaron en el convento, hasta el extremo de levantar una protesta generalizada entre los jóvenes que veían cómo se quedaban sin mujeres a las que desposar.
Alonso Fajardo gobernó con sabia mano y su crédito aumentó día a día, hasta ser tenido en muy alta estima por el virrey y por el propio rey de España, Felipe III.
Pero un suceso causó horror no sólo en la población de la colonia, sino en Nueva España y en la metrópoli y su protagonista no fue otro que el gobernador Fajardo.
Su meticulosidad, su entrega y su afán de controlarlo todo, pudieron propiciar su desgracia, pero es evidente que fue la débil condición humana la que desembocó en el tremendo episodio.
Fajardo estaba casado con Catalina Zambrano, mujer de rancio abolengo y mucho más joven que el gobernador, amen de mujer bella y atractiva, la cual se enamoró perdidamente de un individuo de azarosa vida, llamado Juan de Mesa Suero que ejercía de contador de hacienda en Manila, pero que arrastraba una turbulenta historia.
"Ó su pasión llegó á ser irresistible, ó vehemente su concupiscencia, ó excesiva su audacia para poner amorosos ojos en la más principal señora de aquellas regiones; y la señora debía "tener menos recato de lo que pedía el puesto y dignidad de la persona" para que las cosas se aparejasen á tal fin." Así describe el marino e historiador jerezano, Francisco Javier de Salas, las circunstancias que rodearon el flechazo amoroso de Juan de Mesa y la adúltera Catalina Zambrano.
Mesa llegó a Manila procedente de Nueva España, después de haber sido expulsado de la Compañía de Jesús, en la que por siete años había vestido el hábito.
Casado hasta tres veces, decidió salir del continente con dirección a Manila en una nao que fue perseguida por una flotilla holandesa de tres barcos, de la que pudo escapar gracias a la pericia de su capitán, no sin grandes daños para la nave pero con la carga intacta.
Esta circunstancia, posiblemente las historias que contaba de Nueva España, su facilidad de palabra y otras cualidades que le alumbraran, le hizo ganarse la confianza del gobernador y los favores de su distinguida esposa.
Alonso Fajardo acostumbraba a inspeccionar personalmente las obras que se hacían en las inmediaciones de la capital y concretamente en Cavite, ciudad muy importante y próxima a Manila, se estaba construyendo un puerto, por lo que salió hacia allá con la intención de comprobar el progreso de las obras.
Pero uno de sus servidores, apenas salidos de Manila, puso al gobernador al corriente de los devaneos amorosos de su esposa y el ex jesuita, los cuales, aprovechando las constantes salidas del gobernador, daban rienda suelta a su pasión.
Oída la noticia y deseoso de comprobar la realidad de lo que el sirviente le contaba con tanta rotundidad, Fajardo se determinó a volverse con el paje hasta la capital, mientras su comitiva continuaba hasta Cavite y así, comprobar por sus propios ojos la verdad de cuanto éste le contaba.
Cerrada la noche y embozados en sus capas, el gobernador y el paje se apostaron en las inmediaciones del palacio, del que debía salir la esposa adúltera, acompañada de su amante.
No bien había trascurrido un rato desde que, apostados en la oscuridad, acechaban el criado y el gobernador, cuando vieron salir del palacio a tres personas, todos hombres a juzgar por la vestimenta pero entre las que reconoció a su esposa. Las tres figuras se dirigieron a una casa en la que cuando iban a entrar, fueron sorprendidos por el gobernador que, espada en mano, mató de una estocada al que tenía más cerca, que resultó ser un acompañante, cómplice del exjesuitas, el cual sacó su espada para defenderse, pero fue mortalmente herido. El gobernador penetró en la casa y se dirigió al patio, en donde se había refugiado la tercera figura, su esposa vestida de hombre.
Sin piedad, la hirió de muerte y entonces ordenó a su criado fuese a buscar un sacerdote para cumplir el deseo de la esposa infiel que pedía confesión, y a la que pensaba rematar.
El sacerdote la confesó e imploró el perdón para la mujer que arrepentida, ya había sido perdonada por Dios, pero el gobernador fue implacable a la petición sacerdotal y a los gritos implorando perdón de doña Catalina y con su daga, la remató.
Siguiendo la narración de Francisco Javier de Salas, escribe que el marido ofendido, habiendo decidido perdonar su alma, a la que concedió la gracia de la confesión, no estaba dispuesto a dejarla dentro de aquel cuerpo, al que nunca se planteó perdonar.
Seguidamente ordenó a los que allí se habían concentrado que diesen aviso a los alcaldes y a la Real Audiencia y el se retiró a su palacio.
Los restos mortales del amante y su cómplice, fueron enterrados juntos en una misma fosa, sin ningún boato ni funeral. La adúltera doña Catalina lo fue en la iglesia de los padres Recoletos.
Como es natural el hecho causó una tremenda conmoción en toda la provincia, en el Virreinato de Nueva España y en la Corte.
A consecuencia de la tragedia, el gobernador cayó en una situación desequilibrada, tan distante de su ordenada vida anterior, que hasta la corte llegaron los rumores de su vida desenfrenada, entregada a los vicios y haciendo ostentación de su cualidad de mujeriego contumaz.
Murió en agosto de 1624 y en su última voluntad pidió ser enterrado junto a su esposa, en la misma cripta de la iglesia de los Recoletos Agustinos.
Hubo quien quiso ver en ese detalle una semejanza con la costumbre que los salvajes pobladores de las islas del archipiélago filipino tenían para tratar los casos de asesinato que no era sino tras ajusticiar al asesino, ataban a su espalda el cadáver de la víctima, para que la podredumbre les consumiera a los dos.
El drama de Calderón se ambienta en tiempos anteriores, para describir los amores de doña Mencía, esposa de don Gutierre y don Enrique de Trastámara, hermano de Pedro I de Castilla, apodado El Cruel.
Aunque doña Mencía no llega a cometer adulterio, se siente atraída por don Enrique, que es desterrado por su hermano el rey, lo que da a creer que es por culpa de sus amoríos. Las habladurías se enseñorean de la situación y ella resuelve escribir una carta a su esposo que este descubre y se siente engañado, pues cree que no es para él sino para el amante y aunque el engaño no se había consumado, decide que su honor ha de quedar a salvo de cualquiera de las maneras, por lo que mata a su esposa usando de las artes de Ludovico, que le practica una sangría, supuestamente ordenada por un médico, hasta dejarla fallecer desangrada.
La historia es mucho más intensa y merece ser leída, pero así es a grandes rasgos el argumento.
¿Fue aquella otra historia la fuente de inspiración?