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Tan sólo es ama de casa

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La casa huele a temprano. La luz del sol se asoma por las rendijas de las persianas hasta que invade el salón para dar los buenos días. El cansancio no existe, o sí, pero se disimula, porque su vida no atiende a treguas. Los niños delatan su despertar con las primeras bromas entre sábanas. Cuando bajan las escaleras, el aseo está listo para que vayan despabilando. Sus paseos llenan de calor la casa. El desayuno está listo. Todos comen, menos ella, que espera la soledad para que su estómago quede agradecido y comenzar la rutina. La radio acompaña su ajetreo. La tradición manda. Camas revueltas, ropa por el suelo, platos con migas, vasos, cucharas, cuchillos... Hasta la mantequilla han dejado abierta. La olla ya da vueltas, el ruido del centrifugado calla la música. Hoy hace frío. Asegura su bata a la cintura, sale al patio, tiende y regresa. Se lepasa por la cabeza sentarse, pero si se sienta la hora de la comida la acabará sorprendiendo. Se viste de calle, agarra el carro. Otro día más, le salen las cuentas, y cuando niños, niñas, padre, hijos e hijas regresan para comer, la casa ya huele a mediodía. Comen. Todos descansan. Su vida no atiende a treguas. Hay que recoger la cocina, recoger lo tendido, planchar, guardar, ordenar, repasar y aguardar la noche. Cuando la casa huele a cena, todavía le quedan fuerzas para seguir con la sonrisa puesta, la conversación dispuesta y la cabeza en la comida de mañana. Todos se van acostando. Mientras los pequeños levantan la almohada, y recogen el pijama, ella se asegura de que los pestillos estén echados, el brasero apagado, todo ordenado. Ha acabado el día. Su marido ya duerme. Ella cierra los ojos, sin fuerza para dormirse rápido. La última en acostarse, la primera en levantarse... Un día a su hijo le preguntaron en clase sobre el trabajo de su madre, y contestó que no trabajaba, que sólo era ama de casa...

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