Hoy tengo que volver a la misma cita de la semana pasada;
la de Cesare Pavese defendiendo que “la literatura es una defensa contra las ofensas de la vida”. Basta leer
El Quijote para entenderlo o, simplemente, para entender de qué va la vida. Pueden elegir entre multitud de ejemplos. En 1952,
Jim Thompson ponía en boca de uno de los personajes de una de sus novelas la siguiente conclusión: “Lo único que hacíamos en el instituto era perder el tiempo. Allí solo aprendí dos cosas que me hayan sido de utilidad. Una, que
era imposible hacerlo peor que los que gozan del poder, y que me convenía derribarles (...). La otra era una definición que encontré en un libro de agronomía y que creo significó un descubrimiento más importante que el que acabo de explicar.
Antes, todo lo veía blanco o negro; había lo bueno y lo malo. Pero ahí aprendí que la etiqueta que se le pone a una cosa depende de la posición en que estés tú y de la posición de la cosa. (...) Si encuentro una amapola en un campo de trigo, es una mala hierba. Si la encuentro en mi jardín, es una flor”.
A eso mismo, sencillamente, se reducen todas las negociaciones en marcha en este momento para poder formar gobierno en nuestro país.
Donde unos ven “malas hierbas”, otros ven una flor, y viceversa. Todo se reduce a la posición que ocupa cada cual y a la posición en la que se encuentre la cosa, o donde se encuentre, pongamos por caso Waterloo. En definitiva es una cuestión de intereses que obliga en muchos casos a tener que taparte la nariz o a tragarte tus palabras. A eso se ha reducido todo dentro de esta nueva forma de hacer política en la que ya importan tanto los fines como los medios, e incluso antes los segundos.
En la nueva serie de
Steven Soderbergh, Círculo cerrado, uno de los protagonistas recurre a su abogado para pedirle consejo acerca de las consecuencias penales en las que podría haber incurrido por su patética participación en la resolución de un secuestro fallido. Y el consejo que recibe es que no necesita un abogado, lo que necesita es un psiquiatra que le ayude a lidiar con sus dilemas morales. A lo mejor en nuestro país basta con confesarse con un cura para hacer frente a ese tipo de encrucijadas -nada como exculpar tus malos actos recibiendo el perdón de Dios y sentirnos de nuevo libres: para qué más-, pero es cierto que en muchas ocasiones se ha antepuesto la resolución favorable del dilema legal, como si el moral no tuviera mayores reparos.
Y, efectivamente, no hay nada ilegal en
buscar el apoyo de Bildu y ceder a sus peticiones para formar gobierno o para sacar adelante un proyecto de ley, pero sí hay una serie de consecuencias morales ante las que se sigue mirando hacia otro lado; de la misma manera que no hay nada ilegal en compartir y
lucir la frase “que te vote Txapote”, pero sí la necesidad moral de desaprobar a quienes la utilizan, aunque sean tus propios votantes, y por mucho que la pelea la empezaran otros.
Ya sé que
en un país en el que hay que ser del Madrid o del Barça, del PSOE o del PP, de izquierda o de derechas, monárquico o republicano, está mal visto no posicionarse abiertamente de uno de los dos lados que aspiran a ostentar el poder, pero en vista de que ni ellos mismos son capaces de avanzar a riesgo de poner en peligro la estabilidad del propio país, creo que hay mejores motivos para posicionarse en favor de otras circunstancias más urgentes y terribles, como las evidencias en torno al
cambio climático, y a las que no parece que se sepa poner remedio de momento, o no haya los intereses necesarios para hacerlo.
Ya no se trata solo de las sucesivas
olas de calor, que las hay cada verano -el afán injustificado por convertir lo ordinario en extraordinario solo obedece al sensacionalismo que obliga a cultivar
la tiranía del clickbait-, sino de los terroríficos incendios que se suceden en todo el mundo -horrible la situación vivida hace unos días en Puerto Real, de nuevo en Portugal o en Hawaii-, del calentamiento del mar, de los cielos encapotados, de los huracanes y la sequía, dentro de
un proceso que se antoja irreversible mientras la gente viaja en masa a cualquier ciudad emblemática como si lo hiciera a un parque temático y, sobre todo, como si no hubiera un mañana, porque, evidentemente, puede que no lo haya.