El 31 de marzo de 1596, nació en La Haye en Touraine, en el centro de Francia, el que es considerado como el padre de la moderna filosofía: René Descartes.
Hijo de Joachim Descartes y Jeanne Brochard, Descartes era el menor de tres hermanos nacidos en el seno de una familia de la baja nobleza. Su madre falleció de parto cuando el pequeño René no contaba ni dos años de edad, circunstancia que condicionó sobremanera la vida del filósofo, que fue criado por su abuela y una nodriza a la que estará íntimamente ligado de por vida.
Su padre era un jurista que trabajaba para el Parlamento de Bretaña; está obligado a largas ausencias que producen un distanciamiento que se va acentuando conforma pasa el tiempo y se agrava, definitivamente, cuando contrae segundas nupcias con una joven inglesa. Desde entonces, la única familia de Descartes será la de su abuela materna en cuya casa vive hasta que con nueve años ingresa en el internado de los padres jesuitas de La Flèche.
Bajo la tutela directa del padre Charlet, pariente lejano que ejercería el papel de educador y padre, el pequeño René permaneció internado desde 1604 hasta 1612. Ocho años en los que aprendió latín y griego, leyendo con soltura a los clásicos en sus lenguas vernáculas, pero también aprendió matemáticas, música, astronomía, arquitectura, e incluso lo que en la Edad Media era común a todos los jóvenes de buena familia: a guerrear y a montar a caballo.
Su salud era enfermiza, pero su inteligencia era prodigiosa y así lo advirtieron sus preceptores que le animaron a estudiar leyes y medicina, trasladándose a Poitiers, en cuya universidad se graduó en 1616.
Pero Descartes ya tenía claro que su vida no iba ni por las leyes ni por la salud y sabía también que en las aulas se podía aprender poco más, así que decidió seguir aprendiendo en la amplia universidad que era el mundo. Con veintidós años se enrola en el ejército de Mauricio de Nassau, Príncipe de Orange, en los Países Bajos, que guerreó permanentemente contra los Tercios Españoles y cuyo hermano, Justino, defendió, años después, la plaza de Breda, frente al general español Ambrosio de Spínola.
La rendición e Breda, dio lugar al bellísimo Cuadro de las Lanzas, de Velázquez.
Descartes ya no estaría en aquel tiempo con su antiguo jefe, porque en 1619, se pasó al ejército del Duque de Baviera, como soldado profesional.
Fue en esa época, concretamente el día 10 de noviembre de aquel año, cuando Descartes dijo haber tenido un sueño revelador que le cambiaría la vida.
Se da de baja del ejército, vende todas sus propiedades y se dedica a viajar y a madurar su teoría filosófica.
“Cogito, ergo sum”, (Pienso, luego existo) es la frase que le hace extraordinariamente famoso y durante años, alterna con la élite de la intelectualidad europea y escribe sin parar, pero al conocer la condena contra Galileo, no se decide a publicar sus obras, sabiendo que no serán bien vistas por la todopoderosa Iglesia.
En 1637 apareció su obra más famosa: El Discurso del Método, que lo catapultó de inmediato a la fama y no solamente como filósofo, sino como matemático y astrónomo.
Esta es, a grandes rasgos, una semblanza del personaje que no sirve a otra cosa que a desempolvar los recuerdos de los que los tuvieran dormidos, pero no es del sabio Descartes de lo que este artículo pretende hablar, sino de su cabeza y para eso, era necesario hacer esta pequeña introducción en el personaje.
Su fama en Europa es tal que la reina Cristina de Suecia lo llama a Estocolmo, con la finalidad de recibir de él lecciones magistrales y Descartes se traslada a la capital sueca en 1649, en donde permanece hasta el 11 de febrero de 1650, en el que falleció de lo que se dijo era una neumonía.
Su llegada a Estocolmo, en donde es recibido ceremoniosamente, pronto le produce una tremenda decepción, pues en principio le usan para que escriba unas letras en verso para un ballet y para dar algunas clases a la reina, la cual le cita cada día a las cinco de la mañana, hora a la que el filósofo acostumbraba a acostarse.
El cambio de vida no le sienta bien y reniega del clima escandinavo del que dice que hasta los pensamientos del hombre es capaz de congelar. Arde en deseos de volverse a su país, pero no lo hace de inmediato y el día uno de febrero cae enfermo, de lo que todo parece apuntar a que se trata de un resfriado, pero se le complica con una pulmonía y muere diez días después.
Suecia era un país protestante y Descartes era católico, así que fue sepultado en un cementerio en el que se enterraban a los no bautizados y en cuya fosa, el embajador francés en Suecia, mandó colocar una lápida que decía: “Expió los ataques de los rivales, con la inocencia de su vida”.
¿Tenía rivales Descartes? No parece que fuera así, pero es lógico pensar que a los ilustrados suecos, la élite de la corte, no les habría gustado que su reina se fijase en un extranjero para ilustrarse ella e ilustrar a los más cercanos y es más que posible que se desataran celos y envías por la posición de privilegio que tenía el filósofo francés.
De otro lado, la reina Cristina, que profesaba la religión protestante, no se había recatado de hacer algún comentario acerca de su escasa fe en el dogma luterano y precisamente el elegir un preceptor católico, pudiera haber desatado cierto nerviosismo en las autoridades eclesiásticas suecas.
No tardo mucho desde la muerte del sabio que empezaran a aparecer rumores sobre las causas del fallecimiento y en los que se apuntaba hacia una conspiración de los intelectuales suecos, o de las altas jerarquías de la iglesia que veían cómo la joven soberana, aceptaba de mal grado la encorsetada ortodoxia protestante y veía con mejores ojos, la más laxa doctrina que Descartes le mostraba.
Bulos imaginados con mala fe o realidades soterradas tras los cortinajes de palacio, pero lo cierto es que unos y otros pudieron haber sentido el deseo de quitar de en medio al francés, sobre todo, cuando alguien apuntó que la reina, había expresado en privado su intención de hacerse católica.
Esas circunstancias y el ambiente de franca hostilidad que Descartes encontraba en el círculo de personas entre las que, forzosamente, se había de mover, son un buen caldo de cultivo para que, cualquier especulación que se haga sobre el tema, tenga fundamento y consistencia.
Pero hasta ahí, después de los primeros meses y de la escasa información que realmente se tenía, la cosa se fue enfriando y Europa empieza a olvidar al sabio, aunque sus teorías se aplican cada día con mayor convicción.
Dieciséis años permanece el cuerpo de Descartes enterrado en el cementerio de los catecúmenos suecos, hasta que amigos y seguidores franceses de las doctrinas del filósofo y matemático, deciden dar los primeros pasos para devolver a su patria los restos mortales de Descartes y así, el uno de mayo de 1666 y con permiso de la reina, se exhuma el cadáver y los restos debidamente embalados, son expedidos en dirección a Copenhagen.
En el puerto de la capital danesa se produce un incidente al no querer embarcar los marinos un féretro en el barco, alegando que es materia de mala suerte llevar cadáveres, por lo que se produce un retraso de tres meses hasta que, oculto bajo la apariencia de un vulgar cajón, se embarca por fin con destino a Francia, en donde los aduaneros franceses obligan a abrir el envoltorio para su inspección.
Los restos se conducen para su entierro en la iglesia de Santa Genoveva, pero al abrir nuevamente el féretro, o lo que fuera ya aquel embalaje que contenía los despojos de Descartes, se comprobó, para sorpresa general, que faltaba el cráneo. En la caja había un incompleto esqueleto de una persona, del que se apreciaba un fémur, un cúbito, un radio una tibia y restos pulverizados de huesos sin identificar, pero el cráneo, el armazón del esqueleto más resistente a la descomposición, faltaba. No estaba el envoltorio de la mente más clara de Europa y la incógnita era en qué parte del accidentado viaje, la cabeza del sabio había seguido camino diferente del resto de su osamenta. O lo que era aún peor: ¿Correspondían aquellos despojos a los restos mortales del más sabio de los franceses?
Pero no fue la de Santa Genoveva la morada definitiva de Descartes; después de muchos años, se volvió a exhumar el cadáver y, por fin, el féretro fue conducido a la abadía benedictina de Saint Germain des Prés y en la capilla de San Benito, fue enterrado.
Aún se puede ver una placa que recuerda la inhumación de los restos del ilustre filósofo.
Según se desprende de unas memorias de la reina Cristina de Suecia, que se hicieron públicas en 1751, la soberana dice que fue un oficial de su guardia, llamado Isaac Planstrom, el encargado de exhumar por primera vez los restos de Descartes y que se apropió del cráneo que conservó como un tesoro personal, hasta que a su muerte fue heredado por sus descendientes, que hallaron aquella calavera por toda fortuna recibida en testamentaría.
En carta fechada el seis de abril de 1821, el químico sueco Berzelius, comunica a un paleontólogo francés llamado Cuvier que se halla en posesión de la autentica cabeza de Descartes y que está dispuesto a entregarla.
En efecto, desde 1878, figura como asiento del inventario de especímenes del Museo del Hombre, de París, un cráneo que dicen perteneció a René Descartes. Pero, ¿podemos creerlo? Yo no estaría muy seguro, después de tantas vicisitudes aunque en la actualidad el tema tiene escasa importancia: una prueba de ADN sobre los huesos, pertenecientes a Descartes de manera indubitada, puesto en relación con la misma prueba sobre el cráneo, despejaría toda clase de dudas.
Pero la polémica no iba a terminar ahí. Eso hubiera sido muy sencillo y para una cabeza tan compleja como debió ser la de Descartes, un final así hubiera sido de un soserío ramplón.
En 1980 un científico alemán llamado Eike Pies, ordenaba documentaciones de un antepasado suyo que vivió en Holanda trescientos años antes y entre la documentación, que pertenecía a la Universidad Holandesa de Leyden, Eike encontró una carta del médico personal de la reina Cristina de Suecia, llamado Johann van Wullen, que escribía a un colega y que le decía: “Como usted sabe, varios meses atrás Descartes llegó a Suecia para rendir homenaje a Su Serena Majestad la Reina. Justo ahora, a la cuarta hora antes del alba, este hombre expiró... La Reina quiso ver esta carta antes de enviarla. Quiso saber qué escribí a mis amigos acerca de la muerte de Descartes. Me ordenó estrictamente evitar que mi carta cayera en manos de extraños.”
A continuación detallaba la evolución de la enfermedad de Descartes lo que indujo a Eike Pies a pensar en qué necesidad había de comunicar a otro médico los síntomas tan comunes como los de una pulmonía
Y ¿por qué la reina censuró las noticias acerca de la muerte de su desafortunado huésped?
En busca de otra opinión, Pies tradujo la carta, omitió nombres, lugares y fechas, y la entregó a un patólogo criminalista.
El veredicto fue demoledor: los síntomas descritos en la carta de Van Wullen corresponden a intoxicación aguda por arsénico.
Ese envenenamiento produce intensas náuseas y dolores estomacales. Las membranas mucosas se hinchan, estallan los vasos sanguíneos y la sangre mezclada con los jugos gástricos forma una masa negra que se excreta por los intestinos o por medio del vómito. Estos síntomas no se asocian con pulmonía, ni siquiera por el más lerdo de los galenos de la época.
Pero si hoy, con los adelantos de la tecnología, no aplicamos las doctrinas de Descartes para salir de toda duda, es que ni somos cartesianos ni nos importa un bledo todo lo que el francés dijo.
Los restos de arsénico se depositan en los huesos para siempre y no hay nada más que tener la voluntad de someter sus restos a un detenido examen.
Con eso saldríamos de dudas.
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