La defensa del Estado de Bienestar no supone hacer oídos sordos a una doble consideración: en primer lugar afirmar que no siempre más gasto social supone mejor servicio social.
Decía en mi artículo del sábado pasado que la “participación democrática es rentable”. Me han pedido que aclare esta afirmación. Empezaré diciendo que muchas políticas sectoriales de la Administración dirigidas a proporcionar una vida digna a todos, y de manera especial a los más desfavorecidos, han fracasado porque se han llevado a cabo con mucha burocracia y con excesivo gasto económico en personal y pocos medios para llegar a los fines para los que tendrían que haberse empleado.
La defensa del Estado de Bienestar no supone hacer oídos sordos a una doble consideración: en primer lugar afirmar que no siempre más gasto social supone mejor servicio social. En segundo lugar, que una mala calidad de servicios no se puede justificar de ninguna de las maneras. El origen democrático del poder no legitima una gestión ineficaz y se exige control. Numerosas políticas parciales efectuadas por las administraciones han fracasado en el intento de recuperar y normalizar a los marginados. Sabemos que el factor más poderoso para erradicar la marginalidad es la educación.
Pero también sabemos que los marginados difícilmente encajan en una escuela normal y en los planes de inserción se necesitan personas muy preparadas capaces de generar especial confianza. En este terreno es donde más se necesita la colaboración y la participación entre poderes públicos y sociedad civil.
El trabajo y la colaboración de fundaciones, iglesias, asociaciones y entidades voluntarias, adecuadamente financiadas por el Estado, desarrollan una actividad, a menudo, más eficaz que las que dependen de las maquinarias burocráticas públicas.
Si hacemos un recuento de actuaciones que hacen estas entidades, comprobaríamos que no serían capaces las administraciones de asumirlas si esas dejasen de actuar. Por ello deberían callarse quienes no saben valorarlo.
Es hora de convencernos de que Estado del Bienestar no se puede confundir con el Estado Providencia, por asumir directamente servicios que puede realizar la iniciativa social en mejores condiciones y con menor coste.
Mucho menos podemos estar de acuerdo con el Estado Dominador por tratar de crear, bajo el paraguas de una aparente preocupación social, toda una red de agentes públicos en servicios de todo tipo: educación, cultura, sanidad, ocio, etc. Es hora ya y se hace necesario poner límites a la ineficacia y al despilfarro de quiénes se amparan en supuestas demandas sociales.
El problema que suscita hoy el Estado de Bienestar es ante todo político, y no se puede reducir solamente a una mera dimensión financiera. Evidentemente se está explotando demasiado la palabra crisis, el contenido, sus mensajes y sus efectos y, de una manera o de otra, está beneficiando a los más poderosos. Tal como están las cosas es necesario plantear la búsqueda de un nuevo consenso social. Hay que encontrar un camino que permita salir del caduco dilema mal planteado “estatificación o privatización”. Ante servicios públicos ineficientes y de servicios sociales insuficientes, más que la ampliación del sector público, parece más conveniente perseguir su mayor eficacia, introduciendo fórmulas de organización en los que la sociedad sea llamada a colaborar.
Hay que compaginar libertad e igualdad como objetivo; y como medio la capacidad del individuo para participar en todas las manifestaciones de la vida política, social, económica etc. El Estado social eleva a la participación ciudadana a la categoría de principio fundamental, lo considera un medio decisivo para la vertebración de la sociedad civil. Esto supone reconocer a la sociedad la capacidad para sumir responsabilidades de contenido público y, en consecuencia, con ello, procurar los medios necesarios para su fortalecimiento. Esta es la finalidad del párrafo del artículo 9 de la Constitución, que se refiere a la participación.