Anibal González fue un arquitecto sevillano netamente regionalista, de un regionalismo historicista puesto que utilizaba motivos ornamentales tanto del gótico, del renacimiento como del mudéjar, usando como elementos básicos de sus construcciones el ladrillo visto, la yesería, el hierro forjado y el azulejo. Entre sus edificios destacan las emblemáticas y faraónicas obras realizadas para la Exposición Universal Iberoamericana de Sevilla de 1929, como la plaza de España y la plaza de América, ambas en el Parque de María Luisa; siendo significativas, también, sus edificaciones de menor tamaño como la casa de los Luca de Tena en el Paseo de las Palmeras que, en Sevilla, se conoce como el cuarto de kilo de la plaza de España y la capillita del Carmen del puente de Triana que por sus formas la llaman El Mechero.
Para Jerez Anibal González realizó, también, dos obras emblemáticas, la Estación de Ferrocarril, una portentosa obra de noventa metros de fachada exterior que comenzó a construirse en 1929 y finalizó ya bien entrada la segunda república española, después de la muerte del arquitecto; y el Gallo Azul levantado el mismo año para la firma Pedro Domecq, que lo donó a la ciudad con motivo de la Exposición Universal de Sevilla, siendo actualmente uno de los iconos más representativos y llamativos de toda la ciudad.
El Gallo Azul de planta semicircular viene a solucionar, de forma airosa, la intercepción de las calles Larga y Santa María, sus bajos siempre han sido utilizados por el gremio de la hostelería, bien como bar, como cafetería o heladería. En sus alrededores era corriente ver a corredores y tratantes dispuestos ha realizar sus negocios y, sobre todo, queda para la historia la figura de un personaje jerezano singular, recovero, aquel caballero de fina estampa andaluza con su sombrero de ala ancha siempre bien colocado y sus hechuras de jerezano de pro, siempre dispuesto a atender a cualquier turista que, despistado, no sabía llegar hasta la Catedral y que recovero, con su exquisita educación y finos modales, acompañaba como un cicerón de lujo hasta las mismas puertas del primer templo jerezano. Si Jerez tuviese esos monumentos a pie de calle que tanto se prodigan por las grandes ciudades habría que colocar uno junto al Gallo Azul, sentado en una silla, con la figura de recovero como prototipo del jerezano con empaque y señorial.
El Gallo Azul es como la tarta que protagoniza la mesa en los grandes acontecimientos, la torre del oro jerezana de la esencia de la ciudad, donde se da cita el ir y venir de su palpitar. En el Gallo Azul confluye el secreto de esa ciudad que está precisamente en esa seriedad con que sabe tratar al tiempo. En El Gallo Azul el viajero que nos visite quizás se asombre al descubrir que aquí todo se hace a base de paciencia. Nadie corre como en las grandes capitales. La gente toma tranquilamente el café, la cerveza o la copa de vino, charlan como si no tuvieran nada que hacer, los mayores descansan en los bancos de la calle Larga con todo el tiempo del mundo y hasta se permiten el lujo de hacer cola para comprar lotería o de pararse largo tiempo viendo las habilidades de los callejeros. Estamos en la ciudad del vino, el de la industria que levantó y regaló a la ciudad el Gallo Azul, y aquí el tiempo tiene un significado más hondo: se mide un poco por cosechas y otro poco por siglos, aquí hay que darle tiempo al tiempo, por algo tenemos hasta un museo del tiempo. El jerezano sabe que en ese dominio del tiempo está su propia aristocracia, su propia esencia, por eso frente al Gallo Azul hay un reloj con una botella rota y un león a punto de saborearlo, porque todo necesita su tiempo para salir adelante y no ser destruido. Todo, como ese Gallo Azul que, como la falsa moneda, de mano en mano va y parece que nadie se lo queda, pero que sigue cacareando en el centro de Jerez con el mismo porte que recovero se colocaba el sombrero.