| El pasado sábado se nos fue como un suspiro el Festival de Otoño, ese que en otros tiempos brillaba cual lucero vespertino sobre la cultura jienense. Los recortes presupuestarios lo han dejado trasquilado, sin pies ni manos, de ahí que éste haya durado menos días que –por ejemplo- la Feria de San Lucas. Cuestión de prioridades. La feroz boca de la todopoderosa Economía ya ha conseguido desplazar a la Política. ¿Conseguirá devorar también a la indefensa Cultura? A uno se le parte el corazón cuando ve el patio de butacas del Infanta Leonor medio lleno, viniéndole a la mente la eterna pregunta. ¿Por qué queríamos un Conservatorio Superior? ¿Nos lo merecíamos o simplemente hemos adquirido una carísima joya que nada aporta musicalmente a nuestra ciudad? El tronco del Festival llevaba tiempo secándose, esperemos que el breve regado de este año, sirva al menos para que vuelva a brotarle un fuerte ramaje.
La encargada de dar portazo a esta microscópica duodécima edición -cogida por los pelos- fue una equilibrada y bien empastada Sinfónica de Lucerna, que consiguió que muchos hiciésemos ejercicio de memoria, al traernos aromas de un glorioso pasado, cuando músicos de grandísima talla nos visitaban en aquellos maravillosos otoños que esperemos vuelvan a abrazarnos de nuevo algún lejano día.
En la extraña mezcolanza del programa se mascaba que la noche iba a ser interesantísima. El norteamericano James Gaffigan es un director de esos que pasan desapercibido, una batuta que conduce con precisión y sentido rítmico, sin perder nunca el volante, mirando continuamente por el retrovisor, con el fin de contener todos los flecos de sus atriles. Nunca corre riesgos, exhibiendo un equilibradísimo y simplón ordenamiento musical, carente de estridencias y desbocamientos sonoros. Todo está atado y bien atado, como una larga, pero engatusadora línea recta. La “Danza del Fuego” de Falla, sonó pobretona, sin color, ardor ni gitanería. La violinista alemana Simona Lamsma nos regaló un soberbio Concierto de Khachaturian, un compositor de ecos exóticos tipo “Las mil y una noches”. Con un esmerado esfuerzo rítmico, estuvo soberbia en la “cadenza” del Allegro inicial, moldeando delicadamente sobre barro el palpitante “Andante”, que rebosó expresión y emoción, transfigurándolo con espectros de un desenfocado “vals triste” armenio. Su propina fue de quitar el hipo, la laberíntica polifonía romántica de Ysaÿe y su Tercera Sonata, que la recitó con un portentoso uso del “vibrato”. Lo mejor sin duda del concierto.
Hacía ocho años que no se escuchaba por Jaén una Sinfonía de Brahms y eso escuece. Ese puñetazo en la mesa sobre la vigencia de las formas sinfónicas beethovenianas que es la Primera, sonó desapasionada y algodonada, sin aristas ni espinas, sin cargar nunca la tensión ni el drama, en lo que fue –pese a su escasez de monumentalidad- una interpretación solvente y muy digna de una de las músicas más superlativas jamás escrita. El terremoto saltarín de la Quinta Danza Húngara dejó un perfume de largo adiós. ¿Tendremos que hacer 365 tachones en el calendario para volver a disfrutar de una Orquesta en esta ciudad? Como esto dependa de si el cajón esta lleno o vacío, mucho me temo que sí.
La encargada de dar portazo a esta microscópica duodécima edición -cogida por los pelos- fue una equilibrada y bien empastada Sinfónica de Lucerna, que consiguió que muchos hiciésemos ejercicio de memoria, al traernos aromas de un glorioso pasado, cuando músicos de grandísima talla nos visitaban en aquellos maravillosos otoños que esperemos vuelvan a abrazarnos de nuevo algún lejano día.
En la extraña mezcolanza del programa se mascaba que la noche iba a ser interesantísima. El norteamericano James Gaffigan es un director de esos que pasan desapercibido, una batuta que conduce con precisión y sentido rítmico, sin perder nunca el volante, mirando continuamente por el retrovisor, con el fin de contener todos los flecos de sus atriles. Nunca corre riesgos, exhibiendo un equilibradísimo y simplón ordenamiento musical, carente de estridencias y desbocamientos sonoros. Todo está atado y bien atado, como una larga, pero engatusadora línea recta. La “Danza del Fuego” de Falla, sonó pobretona, sin color, ardor ni gitanería. La violinista alemana Simona Lamsma nos regaló un soberbio Concierto de Khachaturian, un compositor de ecos exóticos tipo “Las mil y una noches”. Con un esmerado esfuerzo rítmico, estuvo soberbia en la “cadenza” del Allegro inicial, moldeando delicadamente sobre barro el palpitante “Andante”, que rebosó expresión y emoción, transfigurándolo con espectros de un desenfocado “vals triste” armenio. Su propina fue de quitar el hipo, la laberíntica polifonía romántica de Ysaÿe y su Tercera Sonata, que la recitó con un portentoso uso del “vibrato”. Lo mejor sin duda del concierto.
Hacía ocho años que no se escuchaba por Jaén una Sinfonía de Brahms y eso escuece. Ese puñetazo en la mesa sobre la vigencia de las formas sinfónicas beethovenianas que es la Primera, sonó desapasionada y algodonada, sin aristas ni espinas, sin cargar nunca la tensión ni el drama, en lo que fue –pese a su escasez de monumentalidad- una interpretación solvente y muy digna de una de las músicas más superlativas jamás escrita. El terremoto saltarín de la Quinta Danza Húngara dejó un perfume de largo adiós. ¿Tendremos que hacer 365 tachones en el calendario para volver a disfrutar de una Orquesta en esta ciudad? Como esto dependa de si el cajón esta lleno o vacío, mucho me temo que sí.
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