Todas las horas de la vida son importantes y, además, están unidas unas a otras sin solución de continuidad. Es cierto que hay barreras naturales que, en algunos casos, impiden el proceso de la actividad humana o lo condicionan de forma muy sensible, pero en general, salvo esos casos de enfermedad o lesiones importantes, el hombre (el ser humano) está llamado a enfrentarse a una serie de desafíos con los que se señalan diversas etapas de su caminar por este mundo. Nadie escapa a ello aunque se pretenda eludirlos o ignorarlos.
No hay horas para el olvido de esas obligaciones, aunque sí las hay para el reposo que permita recuperar fuerzas con las que continuar el ascenso hacia esa meta en la que se pondrá a prueba la capacidad personal para vencer en el desafío, que ese lugar supone, o si, por lo contrario, somos rechazados.
Es cierto que se puede remolonear, todo lo que se quiera o pueda, para evitar acercarse hasta el borde de ese trampolín en donde ya el retroceso, ante el salto, es imposible sin llamar descaradamente la atención de mucha gente, provocando burla y también alguna compasión.
Es posible que a veces no importe esa burla que viene de otros; se dirá de ellos que están equivocados o que no saben de los detalles de cada intento fallido. Pero de lo que nadie se libra es de lo que su conciencia le dice sobre el particular y ésta, por muy adormecida que pueda estar, siempre nos hará una llamada de atención, con más o menos vigor y con una u otra intención, a veces para avergonzarnos y en algún caso, para desgracia propia, para cargar la culpa sobre los demás o sobre alguien en particular. Así el desafío nos puede llevar a disfrazar la verdad.
No hay desafío pequeño; a ninguno de ellos se debe despreciar o tener por poco, en lo que la gran historia de la vida propia supone. En ésta, en la de cada cual, se sucederán los grandes empeños con los intentos más discretos; lo que llama la atención con lo que se estima corriente, con eso que casi todo el mundo parece que hace casi sin esfuerzo.
Es así; altas aspiraciones y pequeños detalles que pudiera parecer están desconectados entre sí pero que, por lo contrario, tienen una gran ligazón. Los pequeños detalles de renuncia y de esfuerzo, en los que nunca se disfrazó a la verdad, hacen que a la hora del gran desafío de la vida, no se disfrace la maravillosa y luminosa verdad del hombre.
No se debe ir por los caminos de la vida disfrazando a la verdad con vestimentas llamativas, de ocasión y de distracción, para hacer creer que las demandas que a todos se hacen, a título y responsabilidad personal, quedan cubiertas por esas caretas de sonrisa fija, prefabricada en cartón. No es esa la forma adecuada para afrontar los desafíos de la vida con pleno sentido de la realidad y de la responsabilidad que ésta demanda.
Cuando se ocupa un determinado puesto en la infraestructura del Estado hay que tener especial cuidado con lo que se dice; no dejar que el síndrome del poder se apodere de la mente para disfrazar la verdad, pues ésta es sólo una y no admite componendas. Habrá una u otras posibilidades de arreglar una determinada cuestión, pero ninguna de ellas debe ofrecerse con un disfraz de oportunidad con el que se dañe a lo que la verdad demanda.
La adulación siempre causa daño; tanto al que la recibe como al que la proporciona. Siempre hay un momento en que el disfraz de las palabras faltas de verdad, que se dicen para halagar, se viene abajo; a veces con estrépito y en cualquier caso haciendo daño porque crea desilusión.
Cuando para toda persona, al igual que para uno mismo, se desea que pueda afrontar todos los desafíos de la vida, desde los más pequeños hasta el de mayor sacrificio, sin hacer daño a nadie, resulta muy doloroso el engaño del disfraz.
Es necesario ser fieles a la verdad; ésta es la mejor receta para la felicidad, para el bienestar de la humanidad, para que toda persona viva con serenidad sin temor al engaño o la traición que supone cualquier disfraz por muy atractivo que se presente.