Quijotes y Sanchos
La dualidad del carácter de nuestro querido país es incuestionable. Desde muy antiguo los españoles estamos avocados a vivirlo todo por duplicado y antagónico.
En una especie de ying y yang que apenas si tienen nada en común, pero que no pueden subsistir el uno sin el otro, los españoles, a través de la Historia, siempre nos hemos relacionado entre sí de esa forma.
Los ejemplos son inacabables, hispanos y godos, moros y cristianos, afrancesados y fernandinos, carlistas y cristianos, monárquicos y republicanos, fachas y progres, parados y currantes, fantasiosos y aguafiestas, merengues y culés, anglófilos y francófilos, pijos y canis…toda una pléyade de subconjuntos de la sociedad española tomados dos a dos.
El ser de España o el problema de España es el nombre que suele designar un debate intelectual acerca de la identidad nacional española que surge con el regeneracionismo a finales del siglo XIX y, coincidiendo con el surgimiento de los nacionalismos periféricos (principalmente: nacionalismo vasco, nacionalismo catalán, nacionalismo gallego), confluye con el tópico de las Dos Españas, imagen muy descriptiva de la división violenta y el enfrentamiento fratricida como característica de la historia contemporánea de España.
Concepto éste de las Dos Españas reconocido ya en el siglo XIX por Mariano José de Larra y seguido por otros como Marcelino Menéndez Pelayo, Ramiro de Maeztu y José Ortega y Gasset. Antonio Machado llegaría a escribir: “Ya hay un español que quiere vivir y a vivir empieza entre una España que muere y otra España que bosteza. Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón”.
El acontecimiento donde mejor se vería reflejado este enfrentamiento ideológico sería la guerra civil de 1936.
La esencia de ese concepto no tenía en sí un carácter meramente político, jurídico, historiográfico o sociológico, sino que era un compendio de todo “lo español” empezando por el mismísimo debate de la esencia de España, su definición como nación (que ni siquiera en la Constitución de 1978 está exenta de ambigüedad).
Así, en pleno siglo XXI, hemos heredado un Reino cuyos habitantes desconocen las funciones de la Corona, un país lleno de nacionalistas centralistas que no entienden a los nacionalistas periféricos, una población que en su mayoría se siente europea, pero que aún acusa el lastre de su aislacionismo histórico, una clase política anclada en lo políticamente correcto ante los medios, pero que en privado comulga con las mismas ideas de los ciudadanos de a pie en temas como la inmigración, una legislación que castiga duramente a los que infringen el copyright de las obras intelectuales, pero que es muy ligera con delitos violentos, un país donde la juventud no se puede independizar de sus padres por falta de trabajo, pero donde las menores de edad pueden abortar sin permiso paterno, donde muchos jóvenes, y no tan jóvenes, no pueden tener su propia vivienda, pero donde hay más de un millón de pisos nuevos cerrados sin perspectiva de ser vendidos, resultado de una especulación brutal.
España, un país de contrastes y contradicciones extremas donde el anticlericalismo histórico es cada vez más profundo, pero donde las manifestaciones religiosas católicas mueven masas ingentes de creyentes.
El Reino de España, una de las grandes naciones del mundo, que ha sido potencia mundial e imperio durante más de trescientos años, es un estado que aún no tiene clara su definición como tal. Del “una, grande y libre” de la dictadura franquista, hemos pasado a la “nación de naciones” del actual mandato socialista.
Y los españoles somos capaces, sin despeinarnos, de celebrar por la calle el triunfo de nuestra selección de fútbol enarbolando nuestra bandera llenos de orgullo y llamar facha a nuestro vecino del 6º porque lleva siempre en el reloj una pegatina con la enseña constitucional.
Efectivamente, somos Quijotes y Sanchos, pero todos y a la vez.
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