Rebeldes

Publicado: 14/06/2009
En esta semana se han celebrado elecciones presidenciales en Irán. El hartazgo de la mayoría de la población ha hecho que los y, de forma extraordinaria, las votantes se hayan lanzado en masa a los colegios electorales...
En esta semana se han celebrado elecciones presidenciales en Irán. El hartazgo de la mayoría de la población ha hecho que los y, de forma extraordinaria, las votantes se hayan lanzado en masa a los colegios electorales para, aparentemente, arrojar del poder al integrista islámico Mahmud Ahmadineyad. La sorpresa ha sido que, en primera vuelta y contra todo pronóstico, Ahmadineyad ha ganado las elecciones, aunque la oposición asegura que ha habido pucherazo y los disturbios no han tardado en producirse.

En Italia, a pesar de los desmanes, de las salidas de pata de banco y de las bacanales de Berlusconi, el partido del primer ministro italiano ha ganado las elecciones europeas.

En la Comunidad Valenciana, en las mismas elecciones europeas, el Partido Popular ha ganado a pesar del tufo a corrupción a medida que emana del jefe del gobierno autónomo. Plantar cara al gobierno socialista de Madrid ha podido más.

Desde que el mundo es mundo, la rebeldía ha sido una constante del ser humano y de su desenvolvimiento social respecto del poder. En muchas ocasiones, ha sido la única manera de intentar equilibrar los excesos de los que ejercieron, y ejercen, el poder de una forma despótica y absolutista.

La rebeldía, vista así, es una forma de supervivencia inherente a todo ser vivo. Enfrentarse al poder establecido es tan legítimo como lo es cualquier forma de establecer justicia donde no la hay.

El inefable Oscar Wilde decía que la rebeldía, a los ojos de todo aquel que haya leído algo de historia, es la virtud original del hombre.

Y es que la Historia nos proporciona incontables ejemplos de rebeldías que fueron derrotadas por los poderes establecidos y de otras que triunfaron para mayor gloria de los rebeldes o, más bien, de los líderes que encabezaron esas rebeliones.

No en vano, incontables movimientos supuestamente liberalizadores acabaron siendo tan dictatoriales y crueles o más que las abominables dictaduras a las que pretendían erradicar.

En Cuba, la dictadura de Batista dirigida desde Washington dio paso a la dictadura comunista de Castro; en Irán, la dictadura sostenida por las multinacionales del petróleo del Shah Mohammad Reza Pahlevi devino en la dictadura islámica del ayatollah Jomeini; en Rodesia, el régimen de apartheid y dominación de la minoría blanca sobre la mayoría de población negra fue el caldo de cultivo para el actual dictador Robert Mugabe; en Rusia, el régimen zarista fue el terreno abonado para líderes como Lenin o Stalin…

Y estas reacciones típicas no se dan solamente en el ámbito de los gobiernos de las naciones, en las grandes religiones también. Lord Acton, historiador católico de ideas liberales, se atrevería a escribir al obispo Mandell Creighton, autor de una obra monumental sobre la Historia del Papado, rechazando de plano la pretendida infalibilidad de los Papas con un argumento tan real como conocido: “La responsabilidad histórica tiene que completarse con la búsqueda de la responsabilidad legal. Todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los grandes hombres son casi siempre hombre malos, incluso cuando ejercen influencia y no autoridad”.

De todo lo anterior se deduce que la rebeldía ha de estar siempre en contra del poder y que cuando un rebelde pasa a ostentar poder, entonces cualquier rastro de rebeldía se torna mera retórica y muta en comportamientos tan reprobables como los que en principio se iban a eliminar.

En los sistemas democráticos, todo es mucho más complicado y mucho más difícil de percibir a primera vista, pero todo el proceso es mucho más sutil con la entrada en juego de un número de factores, desde los medios de comunicación hasta los votantes.

Los comportamientos despóticos tienen su correspondiente respuesta en las urnas y las rebeliones estentóreas, además de patéticas, ponen en la picota a sus protagonistas obteniendo a cambio el ridículo más espantoso y luego el ostracismo más merecido.

La rebeldía como tal debe ir siempre contra el establishment y no formar parte de él, de otro modo, pierde su esencia y se convierte en una pantomima de sí misma.

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