Seis meses después de las últimas Elecciones Generales tenemos ante nosotros… otras Elecciones Generales. Déjenme que le haga un pequeño repaso y algunas preguntas sobre este asunto, sin ser yo un miembro de ningún comando desmovilizador que actúe a favor de una u otra trinchera, ni nada que se le parezca.
Desde el pasado 28 de abril, o incluso antes, los líderes de nuestros partidos se marcaron —a sí mismo o a otros— unas líneas rojas que han abocado a nuestro país a un bloqueo político
Durante estos meses hemos visto cómo PSOE y Unidas Podemos, en vez negociar, intentaban mutuamente doblarse la muñeca en ese pulso en el que convirtieron la investidura.
Al otro lado, Ciudadanos, un partido que emergió como respuesta al nacionalismo catalán, permitió, con no pocas desavenencias y dimisiones, que su líder se enrocara en otro ‘no es no’, similar al que Sánchez administró a Rajoy, y permitiera con ello la posibilidad de que fueran sus peores adversarios —los nacionalistas catalanes— quienes modularan la política de Moncloa, ofreciéndose investir al líder socialista —lo que no llegó a ocurrir por la subasta fallida de ministerios en la que entró Pablo Iglesias y el espejismo de obtener más escaños que le ofrecían a Pedro Sánchez las encuestas (y que hoy parecen las cuentas de la lechera—).
En resumen: nuestros representantes jugaron a ‘no decidir’ la investidura. Antepusieron sus estrategias y partidos a eso tan olvidado y postergado que se llama el interés general; y ahora nos ponen las urnas delante para que nosotros desbloqueemos… lo que ellos han bloqueado. Pero, ¿y si el resultado electoral es parecido y los bloques en cuestión no son capaces de permitir una próxima investidura para un nuevo Gobierno? ¿Iremos a unas terceras elecciones? ¿A unas cuartas? ¿Hasta cuándo tendríamos que hacer nosotros su trabajo?
Esta repetición electoral —como la que ya vivimos en 2016— es una magnífica forma de deteriorar nuestra democracia—por más que algunos insistan en que votar mucho es muy bueno—; pero también es una oportunidad de vernos frente al espejo que nos devuelve a nuestra clase política; una clase de un perfil tan bajo como de dudosa competencia o capacidad. Pero un espejo que, además, suele ser fiel reflejo de nuestra propia sociedad —como nos recordaba días atrás el escritor Arturo Pérez Reverte— y que nos devuelve una imagen de país de una calidad más que cuestionable.
Termino con el título de esta columna: estoy harto y no pienso ir a votar. Harto de esta espiral de mediocridad y de embrollos políticos. El país ya eligió a unos representantes para que buscasen solución a sus problemas; no para que ellos creasen otros y nos pidan ahora que se seamos nosotros los que se los arreglemos acudiendo a votar. Que no cuenten conmigo.