Hace ya unos años (mayo de 2005) Nina Proctor -destacada representante de Attac- difundió, en el número 6 de Síntesis (Suplemento Cultural de Publicaciones del Sur), un artículo en el que, bajo el título El ángel exterminador, señalaba algunas cuestiones bastante inquietantes relacionadas con las actividades del movimiento antiglobalización (ahora alterglobalización).
A propósito de la facción denominada Bloque Negro -el ala supuestamente más radical y furibunda del movimiento-, la señora Proctor decía lo siguiente: "El Bloque Negro no es un símbolo ni una estrategia y, sin embargo, actúa. Es posible que siempre haya estado bajo control de la policía y que, de hecho, sea un instrumento policial. Los agentes infiltrados podrían estar aprovechando las acciones violentas del Bloque para vengarse de aquellos bancos que en su día les negaron un crédito".
El dedo acusador de la Proctor se hundía en la llaga de una sospecha que, con el tiempo, se ha ido transformando en algo muy próximo a la certidumbre. Sospecha que se ha ido extendiendo a la totalidad de las organizaciones que se autoproclaman contrarias al nuevo orden implantado por el capitalismo a escala planetaria. Es más, los analistas más lúcidos e informados esgrimen la teoría de que han sido los centros de poder responsables de la presente reconfiguración político-económica los que han prefabricado, en paralelo, la correspondiente fórmula opositora, con la finalidad, obviamente, de controlar tanto los cauces como la magnitud de la misma. Una vieja artimaña. Lo que ocurre es que hoy, gracias al desarrollo tecnológico y al imperio mediático, la operación resulta mucho más fácil.
En principio, y esto constituye una fundamental evidencia, el ochenta por ciento del movimiento antiglobalización (o antimundialización) ofrece, desde el punto de vista ideológico, un programa que, a pesar del insufrible énfasis de las consignas y de la poesía lírica que se le echa al asunto, no excede el más inane reformismo: potenciación de las ONG, sermones caritativos, aumento de las dádivas a los países pobres, doctrina del precio justo, retorno a la pobreza evangélica y al tocomocho del trueque, asambleas ciudadanas, multiculturalidad, confusión de razas, paranoia ecológica y otras músicas celestiales. Todo ello debidamente colocado a la venta en los consabidos festivales y foros bajo el candoroso epígrafe de que un mundo mejor es posible. Casi se nos saltan las lágrimas. El caso es que un tinglado como éste no implica el menor peligro para el sistema ya que se trata de un modelo absolutamente inofensivo de disidencia.
En cuanto a los sectores más extremistas, sus propuestas rayan sencillamente en el disparate más irrealizable. Sus textos son una mezcla de anarquismo apocalíptico, trotskismo desaforado y nihilismo hidrofóbico. Basta revisar la documentación que esta gente cuelga en Internet para percatarse al instante de que tamaño galimatías teórico, elaborado de la manera más abstrusa y atolondrada, y con un lenguaje de veteranos del manicomio, no puede haber salido más que del cuartel general de la CIA o de las oficinas de Europol, por mencionar únicamente a sus ejecutores más distinguidos.
La incidencia social de las movilizaciones y de los discursos de esta desquiciada y flatulenta amalgama es ninguna. Todo se reduce a un calendario previsto de romerías universales y algaradas callejeras que viene marcado por la agenda en la que se recogen las reuniones del G-8, del Fondo Monentario Internacional o el Banco Mundial. Las eventuales broncas están más que calculadas, si se estima conveniente aportar al espectáculo un siempre atractivo elemento de morbo mediático que coadyuve a la calidad dramática de la situación. Todo va en el sueldo. Lo que hace falta para combatir al sistema criminal que padecemos son programas políticos viables y organizaciones disciplinadas de masas.
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