Finales de enero. Las calles de Cádiz despiertan, como decía la copla de Ripoll, y antes de que se haga la luz los gaditanos se dirigen a su trabajo, a sus escuelas, como ejército de hormigas que contaba Ramón Solís. Algunos, al llegar a su trabajo comentan qué se cantó anoche en el teatro.
Otros viven totalmente ajeno a lo que se cuece en ese teatro que cada noche es treding topic. Coplas acertadas o no, para nada influyen en ese Cádiz de la aurora, de los bares con olor a café.
Al concurso a veces se le da una importancia que no tiene. Ninguno de los grandes poetas, a los que tanto se les añora por su supuesta valentía, lograron cambiar ni un ápice la dinámica del mundo, ni del propio Cádiz. Cada noche una polémica nueva que acaba sepultada por la del dia siguiente. Y cada sesión acaba, y Cádiz se levanta de nuevo al día siguiente. Sin alterarse. Así tres mil años.
Mucho antes de que existiera el Falla, el concurso, todos sus poetas, y todos los críticos. Tal vez alguna vez nos enteraremos de que esto es carnaval. El aspecto lúdico de la vida, pero sin pretensiones de cambiar el mundo ni la vida de nadie.