“Sólo queremos ser los vagos felices que somos. Es todo.” Mike Patton.
Este nuestro mundo está diseñado a conveniencia por listos y malos, no está demostrado si por este orden. No significa que la decencia no esté valorada, que lo está, pero resulta menos eficaz para alcanzar objetivos que lo otro; no hay premio para el trabajador, para el fiel pagador de impuestos, para el que nunca defrauda contra el IVA, para el que no se da de baja laboral sin razón de auténtico peso, para el que no mira el reloj porque antepone su responsabilidad ante lo que hace, para el ciudadano, en definitiva, ejemplar. No hay día del buen trabajador, hay día del trabajo -y es fiesta-. Es más, quien cumple esos requisitos es fácil que se convierta en objetivo de ataques porque incomoda al sistema, por lo que resulta candidato a ser vilipendiado con algo oscuro de su pasado o, mejor, señalado por alguna relación de corte sexual -nos encanta divulgar rumores sobre líos turbios, que sean verdad o mentira es lo de menos-; la envidia, cuando a otro le va bien, es la que alimenta el bulo y atropella el esfuerzo y el trabajo que esa persona haya realizado a lo largo de su vida. Amancio Ortega, un ejemplo.
No hay cultura del trabajo y mucho menos del esfuerzo, que cotiza a la baja. Y esto resulta muy inquietante. No hay premio para el buen trabajador, solo se le da la posibilidad de seguir ejerciendo su labor y, en algunos casos focalizados en la política o la administración pública, ni eso, se les defenestra, en cambio múltiples son las ideas para compensar o proteger al mal trabajador, al aprovechado de turno, al que decidió no estudiar -a día de hoy todo el mundo tiene la oportunidad de hacerlo-, al que no se esfuerza por emplearse y prefiere el desempleo o algún tipo de las muchas ayudas que ofrece el mercado nacional. Y no es que esta sociedad no deba ser justa y solidaria con quien lo necesita, claro está, debería serlo incluso más con los más débiles, con nuestros ancianos, pero tanto como fiscalizar en extremo para evitar fraudes y proteger, valorar y premiar al que practica la política del esfuerzo y que, en definitiva, sostiene el sistema.
La labor de los sindicatos viene contribuyendo con fuerza en alimentar esta cultura, ahora bajo la bonita palabra que todo lo cubre que es “conciliar” y que justifica el derecho a estar más tiempo con la familia y, claro, menos en el trabajo. Y a esto se suma el perfil de gobernantes entregados a las peticiones sindicales a cambio de la ansiada paz social. Un conjunto de intereses que confluyen en lo que viene siendo la cultura del ocio, no en vano España es el país con más bares y restaurantes del mundo, 277.539, lo que supone uno por cada 175 habitantes, según datos del INE de 2020.
Viene al caso porque el gobierno en ciernes que formarán, al menos eso parece, PSOE y Sumar ha planteado la reducción de la jornada laboral a 37,5 horas semanales, lo cual no afecta a funcionarios y autónomos por razones diametralmente opuestas. Los funcionarios, porque son muchos los que hace tiempo tienen 35 horas y jornada aún más reducida en verano y épocas festivas, lo cual es injusto, sindicalmente, para con todos los demás. Los autónomos sobrepasan de largo las 37,5 porque les va la vida en ello –escenifican los extremos de las Españas-. El resto hace cuentas, es media horita diaria a coste de unas empresas a las que nadie ha consultado y que, al final, serán las que paguen, sobrecoste que se suma al ya elevado de la energía, combustibles, impuestos variados, gastos generales y un enorme etcétera. El acuerdo, por lo demás, tiene otras variables.
La primera es el mensaje de trabajar menos y, sinceramente, ¿quién no quiere? Es más, lo ideal, y hay muchos suscritos a este bonito sistema, es percibir remuneración sin laborar, o hacerlo lo justo y que no se note. Pero también así educamos a estas nuevas generaciones salientes que aún no han empezado y que ya hacen cuentas de horarios, pagas extras, vacaciones y se cuestionan si cuando les cumpla la edad habrá caja para su jubilación como si hubieran nacido con ese derecho y no se lo debieran ganar, como si pidieran que no gastemos su herencia. ¿Su herencia? Y no han empezado ni a cotizar. Es un mensaje contra la política del esfuerzo, es un mensaje partidista y populista porque con él es fácil ganar adeptos y, cómo no, votos. La gente quiere ganar más y trabajar menos, no queda nada claro si por este orden.
Es un mensaje político y, sobre todo, electoral. Porque si hubiera repetición de elecciones, que no parece sea el caso, la izquierda se ha reposicionado con su reducción laboral ante otras formaciones que tampoco la podrán negar porque cómo van a defender que se trabaje más. Si el PP ya llegaría tocado a una repetición electoral, Sánchez le mete un avispero a la urna con un “trabajemos menos manteniendo los mismos derechos” y, más adelante, ya veremos si peleamos la subida de esos derechos. Nadie ha calculado el coste que esa media horita diaria tendrá para el delicado entramado empresarial nacional porque, debe ser, son la casta, la oligarquía o esos ricos que han logrado su status a saber cómo cuando las empresas, nadie debe olvidarlo, las forman en conjunto accionistas o empresarios, directivos y trabajadores hasta el nivel más inferior. Todos son empresa. De los 200.000 empleados últimos creados en España, 190.000 fueron en empresas privadas, que son las que sostienen el empleo, producen y, en consecuencia, generan tráfico económico para que Hacienda tenga ingresos. Que exigirá los mimos ingresos, pero con media horita menos. ¿O acaso calculará el gasto y lo repercutirá en una reducción fiscal? Igual no.
Difícil resulta que España despegue económicamente como lo hizo Japón en los años cincuenta tras finalizar la ocupación de los estados aliados de la segunda guerra mundial gracias a los valores éticos de la cultura nipona tan arraigada en los japoneses y que prima el trabajo, la dedicación a la empresa, la eficiencia y la responsabilidad. Pero en España corre sangre latina, que tiene muchas bondades, cómo no, pero que para ciertas cosas es fullera, como esta medida anunciada por dirigentes que anteponen su interés político al general sin evaluar costes ni consecuencias y sin medir lo grave que resulta no incentivar la cultura al trabajo y la necesidad que tenemos de él para ser, en general, una sociedad mejor. Y uno, ante ello y con todo, se cuestiona si merece la pena el esfuerzo, si no sería mejor aflojar y vivir más suelto disfrutando de lunes al sol porque al final el sistema no premia o si, tal vez, en un arranque de locura, debe dejarse llevar y tirarse al tren o al maquinista y, esta vez no hay duda, en ese orden.