"Escucha bien, mi viejo amigo. No sé si recordarás, aquellos tiempos ahora perdidos, por las calles de esta ciudad...". La Frontera.
¿Cómo será el día después de estar alarmados en lo relativo al comportamiento social, siendo como somos españoles y, por tanto, adictos a tocarnos todo el rato? Nos tocamos como modo de reconocimiento social y, a diferencia de asiáticos, que juntan manos y saludan con un leve gesto inclinando la cabeza o ciudadanos del norte de Europa, que apenas se acercan entre sí a menos de un metro, los españoles somos propensos a lanzarnos los unos contra los otros nada más vernos. Si eres hombre y te cruzas con mujer le estampas enseguida dos besazos en un acto que encierra intercambio aromático, un poco de piel, afecto y, también no neguemos, un cariñoso coqueteo permitido. Nos gusta. Entre mujeres es mucho más porque ellas, además de a hombres, se besan entre sí, caminan muy juntitas y del brazo, también a veces van juntas al baño y uno nunca ha entendido para qué, mientras que los tipos prefieren un cruce de manos o, incluso, un aparatoso abrazo, todo ello en una sociedad mundial hoy propensa en general a mantener las distancias, ese metro y medio o dos que nos pone a salvo del riesgo vírico. Estos son nuestros hábitos y la tendencia es que los cambiamos cuando el estado de alarma derive en otro estado, quizás de semi-alarma en el que tendremos que medir cada distancia, cada beso, no sabemos por cuánto tiempo, quizás para siempre porque el virus cambie nuestra manera de relacionarnos.
¿Cómo haremos a partir del día en que se abran las fronteras de nuestro limite del mal? Vas al bar en compañía de un amigo y pides dos cañas, pero en el platito común de aceitunas hurgan manos distintas; compartimos tapas de ensaladilla, comida en general con esas viandas al centro en restaurantes con cruce de tenedores y, no digamos, en romerías o ferias con la fritada de calamares o pimientos donde el intercambio vírico resulta imparable en esas ciudades de lona que hoy parecen el nido perfecto para un contagio -si sobreviven al termómetro, que hay que ser un virus tocho para aguantar vivo bajo una lona roja y blanca con la caló-. Tocarnos o compartir alimentos parecen dos cuestiones nacionales hoy heridas de muerte y, al menos lo que este contagio de entrada puede provocar, es la renuncia a dar besos, la mano o abrazos a aquellos que de entrada nos caen mal o no nos gustan o cuyo olor sea, digamos, mejorable, ya que puestos a ser cuidadosos al contacto habrá que empezar eliminando aquél que ya nos producía cierta aversión y que manteníamos solo por cortesía. Porque aquí besamos hasta a quien nos acaban de presentar o nos cae como una patada. Con un leve gesto bastará y, cuando nos lo hagan a nosotros, nos sentará mal porque como españoles de España que somos no aceptamos el hecho de poder caerle mal a nadie -"menudo estúpido o estúpida es", diremos-.
Se acabaron igual los platos al centro, al menos aquellos cuyas salsas representan un mar espeso para la propagación y que tanto gusta en la zona, menos si invitan al sopón. Nada de sopones. Ni ensaladas al centro. Ni aceite o vinagre que antes estuvieron en otra mesa de a saber quién. Y ese pan o picos que nos ponen sobre paneras toqueteadas por cientos de manos sin, quizás, desinfectar. Los jóvenes tampoco deberán beber a gollete en la botellona, ni compartir el vaso con ese alcohol barato que más daño hace al cuerpo que el propio virus, ni, de lejos, pasar una caladita de algo porque maría se llama la yerba que induce al contagio cuando se exhuma en grupal corrillo. Si eliminamos la manera de relacionarnos mediante el tacto y el hecho de compartir comida en restaurantes, ferias o romerías, empezaremos a parecer noruegos pero morenitos y regordetes, una especie nueva europeizada y alejada del ancestral adn árabe andalusí.
Con el sexo también. Si ya las relaciones entre hombre y mujer atravesaban una etapa difícil por cuanto de peligroso resulta para un chico proponer acercamiento ante la perspectiva de ser señalado por acoso, ahora se le añade un elemento de riesgo e, incluso, una acusación extra por premeditación al contagio. Con alevosía. Lo peor: relacionarte con las personas a las que quieres, hacia las que de verdad se hace vital tocarse, besarse, y que este maldito contagio global las aleja de tu metro cuadrado, este espacio individual donde uno se encuentra tan solo y al que el virus y este pánico nos ha atado midiendo al centímetro los límites del bien. Y del mal. No vamos a renunciar al beso del amor o al de un hijo, quizás solo lo haríamos si nosotros mismos temiéramos ser un vehículo dañino hacia ellos. No tocarnos por sistema, ni dar besos de saludo o abrazos al amigo y medir la distancia, por supuesto no compartir un platito de olivas ni una tapa de ensaladilla o croquetas, descartar la idea de proponer sexo de riesgo ante un intercambio de fluidos que viene a ser como el Fórmula Uno pole position del contagio, renunciar a cierto porcentaje de besos de amor con tu pareja o hijos para evitar riesgos... ¿A quién, ante tal desastre, le importa la economía, que se suspenda la feria o la semana santa...? ¿Cuándo podremos tocarnos libres de miedos como antes y derribar esta frontera invisible que nos distancia?
Al igual que se han tomado decisiones un tanto a oscuras porque no sabíamos a lo que nos enfrentamos, hoy, en realidad, tampoco conocemos la profundidad del agujero y estamos en pleno salto. Ahora estamos a oscuras y en pleno vuelo descendente, convencidos de que el paracaídas abrirá, una mullida colchoneta nos espera abajo para amortiguar, Dios existe y sabrá actuar a tiempo, nos crecerán seguro angelicales alas a tiempo... En realidad no sabemos nada, ni tan siquiera conocemos lo más importante: la profundidad del vuelo, acaso más prolongado de lo que pensamos. Como tampoco sabemos en qué nos convertirá una vez aterrizados.
Hábito dice el diccionario de la RAE que es el modo especial de proceder o conducirse adquirido por repetición de actos iguales o semejantes, u originado por tendencias instintivas. En España la juventud ya había creado el hábito de vivir parte del día en las redes, comprar todo por internet. Los adultos, unos más que otros, pero aún había mucha gente que nunca se atrevió a comprar on line. Amazón se metió en nuestras vidas pero principalmente para compras de regalos o cachivaches para el hogar. Pero comprar ropa o comida, pocos adultos lo hacían. El confinamiento ha dado pie a usar vorazmente internet no sólo para distraernos e informarnos, también para completar nuestro aprovisionamiento. Si dura mucho esto, las compras on line con entrega en tu casa se convertirán en un hábito sin edad y el efecto en nuestros comercios no se hará esperar, un comercio ya de por sí castigado por el cierre obligado en estas fechas. Entre 2017 a 2018 esta forma de compra aumentó un 32,4 por ciento y, según los primeros datos, en estas dos semanas de confinamiento el ritmo de crecimiento puede duplicar la evolución que había. Cuanto más dure, más fácilmente se convertirá en hábito. Pero lo que seguro no va a cambiar en España, por muchos días de encierro, es el hábito de salir a pasear, ir a la playa, campo o sierra, sentarnos en una terraza con familia y amigos, disfrutar de una comida a gusto con ellos con risas y miradas a los ojos sin cámaras de por medio, saborear el buen vino y cruzar copas brindando por esto y aquello. Este hábito, insustituible por las redes, no nos lo quita una pandemia. Saldremos en tropel como algunos el primer día de rebajas y aunque al principio dudemos si abrazarnos o besarnos y, unos más que otros, mantengan por distinto tiempo medidas preventivas, nada nos quitará nuestro hábito de disfrutar de la vida como españoles, andaluces, gaditanos necesitados de compartir la vida, los espacios, el tacto porque la temperatura de nuestra sangre es templada tirando a caliente y eso nos hace ser lo que somos. Sin límites.