La idea de corrupción como culpa o como pecado surge de la Biblia de los profetas, y posteriormente de los filósofos de todos los tiempos. El Código de Hammurabi exigía que había que mantener alejado o expulsar de la profesión a aquel juez que hubiese cambiado un decreto ya pasado por el juzgado porque se podía sospechar que cambiaba la sentencia por la intervención de un propina resolutoria. Los babilonios dejaron claro que había que evitar o debía evitarse la corrupción a toda costa, dado que era fácil y común cambiar el parecer de funcionarios y políticos con regalos. Y en la Edad Moderna la táctica del regalo viene siendo una costumbre habitual ante la que nadie se asombra.
Durante los años 30 aparecieron los llamados delitos de cuello blanco o aquellos que cometían personas que tenían una alta condición social y que podían, en algún momento, obrar debido a su cargo y condición, violando las leyes naturales y las comunes que regulan el trabajo.
Lombroso decía que el fraude ha perdido toda su credibilidad y ha sido sustituido por la codicia y la mentira, algo que parece que se está convirtiendo en costumbre y tendencia general.
La corrupción es un modo de delincuencia aprendida en el mismo ambiente de trabajo, al crear una doble moral en las personas normales que conviven con gente para las que lo lógico es tratar de obtener el máximo beneficio empresarial.
En la actualidad, los procesos de privatización de empresas públicas son un ejemplo claro de que el político transfiere el poder del Estado a un poder empresarial amigo que amplía y agranda su poder personal.
En la película En el nombre del pueblo italiano, dirigida por Dino Risi, se muestra que la corrupción es el único modo de aligerar la diligencia y de llevar a buen término las iniciativas. Se puede decir que la corrupción se muestra, en este sentido, como el arma para conseguir el progreso. Pero no nos quedemos con las apariencias y vayamos más allá para no confundirnos. Y, sobre todo, tengamos presente nuestros principios, que nos recuerdan que la corrupción no debe quedar impune en un país democrático.
En el siglo XVII en Francia, el arte de la corrupción política alcanza su punto más álgido. Es cuando se conoce por primera vez una teoría cuasi científica al respecto, aunque ése es también el siglo del moralismo por excelencia. Los moralistas decían que aunque es cierto que no es posible aniquilar el vicio de la corrupción, la ciencia de los que gobiernan tiene que contribuir al bien público. En Sevilla, cuando estábamos en la España del siglo de oro, Mateo Alemán, con su novela picaresca Guzmán de Alfarache, contaba cómo todos compraban los cargos con el único fin de querer sacar provecho de ello, fuera lícito o ilícito, para obtener prebendas. Podían gastar montañas de dinero, pero no eran capaces de dar ni una limosna siquiera a un mendigo o a una persona necesitada.
Rousseau decía que lo que no conduce al desarrollo y a la educación ideal según el estado de naturaleza originario, genera mal y corrupción. El incorruptible Robespierre acabó guillotinado. Su hermana decía de él que fue más un moralista que un oportunista. Bonaparte solía comentar a sus ministros que les estaba permitido robar un poco, siempre que lo hicieran con cuidado y eficiencia.
Algunos autores también han dicho, con cierto cinismo, que el que quiera volver a la Edad de Oro debe aceptar, además de la honradez, también las bellotas, alimento de los cerdos. La virtud sola no basta. Algunos de los padres fundadores de la filosofía inglesa, como Francis Bacon o John Locke, desconfiaban mucho de los criterios éticos enarbolados con excesivo fervor, ya que en ellos esconden los gérmenes del totalitarismo.
En el tercer Reich, algunos jerarcas, como Hermann Göring, acumularon riquezas gracias a su posición política. Sin los banqueros suizos muchas miles de personas habrían salvado sus vidas y la Segunda Guerra Mundial se habría acabado antes de 1945. Los enriquecimientos ilícitos, favorecidos por los privilegios de unos pocos, eran lo normal, tanto con Hitler y Stalin como con Mussolini y Franco. Y también hay que recordar el papel del banquero Juan March, que era un eficaz intermediario ante las presiones que nos hacían los ingleses. Franco decía que era un enemigo de la política y de los partidos republicanos, y consideraba que eran una de las causas de la decadencia española.
En todos los tiempos, como hemos analizado, ha habido y siguen dándose los intentos de comprar voluntades y de sacar provecho de la posición de poder. Mientras más evitemos estos comportamientos, más evolucionaremos y mejor será la sociedad que vayamos creando. n