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La Flor de la Nicotina

"Con la vista clavada en el objetivo, se entretuvo esparciendo los restos de pasteles a unos pajarillos que brincaban de su mano a las tazas y a los nueve ronquidos..."

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Rosa Pletórica nació varón en el corazón de su familia.
La recién nacida tomó conciencia de ello en la primera bocanada de aire respirado boca abajo confirmando, desde su antinatural perspectiva, el desafecto del recibimiento. Cuando destaparon la diferencia acomodada en las tibias piernecitas, el rechazo heló el ambiente. La madre exhausta por la repelencia volteó la espalda a su hija y el despechado padre se alejó para siempre de la alcoba. Una brisa suave se coló por la ventana revolviendo con infinita ternura el cabello de la niña y un suspiro de paz brotó de la cuna.
La criatura se educó por y entre mujeres al calor de unas sábanas bordadas con letras erradas. El padre, voluntariamente ausente. Proveedor de vestidos laureados de lazos, únicamente dedicaba a su hija miradas mercantilistas y cualquier conversación sobre ella contenía idénticos objetivos. Por su parte, la madre la abandonaba al frío desnudita en el alfeizar; mas, un manto de hojas la abrigaba con su calor de humus. Planeó envenenarla destilando ciertas hierbas, pero las sustancias endulzaban los alimentos y la niña crecía fresca y sana, haciendo honor a su nombre. Sólo superficialmente, desistió de sus planes.
Inmersos en opacas veladas, el sigiloso encierro deambulaba a sus anchas por los rancios pasillos y las linajudas salas. Sus nueve tías permanecían en el salón principal, imposibilitadas por el peso de sus carnes, un amasijo de músculos atrofiados. Adictas al azúcar, demandaban raciones extras de dulces vociferando a la menor contrariedad desde sus nueve sillones apolillados, con sus nueve mesas, las nueve lámparas y una idéntica voz.
Rosa en su niñez no sabía jugar ni estaba al tanto del lúdico repertorio infantil. Tampoco le daban permiso. Clausurada, empolvada y compuesta a modo decorativo, los insectos y el crecimiento de la vegetación fueron su único objeto de entretenimiento. No necesitó descubrir qué acontecía más allá, en las calles malolientes en donde, ocasionalmente, los niños la observaban con ojos legañosos de insomnio y las manos sucias de recoger excrementos para moldear figuritas.
En uno de sus cumpleaños sus padres invitaron a un prestigioso fotógrafo de visita en la ciudad. El hombre, ante tanta insistencia, accedió a retratar a la criatura. Le aguardaban un reducido grupo: los cabezas de familia con las tías ya manchadas de merengue, unas parejas escogidas por tener hijos varones y la niña vestida con una colección de encajes.
En su regazo un obsequio sin abrir. A una orden de su mamá, Rosa desbarató el nudo de la cinta, sopló la pátina de polvo que la brisa seca y terrosa depositó en el envoltorio y extrajo una descomunal botella de perfume. Sin globos, risas ni bocas pintadas de chocolate, la niña transmitió las gracias.
Tras la merienda y mientras los anfitriones e invitados paseaban por el jardín, el hombre fotografió a la chiquilla que vertía, sin disimulo, el contenido del frasco en un desagüe cercano. En una fuente rellenó la botella y regresó a su asiento. Con la vista clavada en el objetivo, se entretuvo esparciendo los restos de pasteles a unos pajarillos que brincaban de su mano a las tazas y a los nueve ronquidos. La chiquilla tarareaba una linda canción que el fotógrafo, inspirado por una modelo de tan pocos años, no supo interpretar.
Rosa Pletórica se independizó en cuanto su calzado obtuvo la medida oportuna.
Nada alteraba las funciones de su feliz mecanismo diario. Sólo una cosa enturbiaba su vida y sucedía cada mes cuando debía cumplir con una visita a la casa familiar.
Esas mañanas olvidaba dar de comer a los pájaros. Los gusanitos recogidos el día anterior morían no por falta de oxígeno sino por la visión, espantosa, del hambre picoteando los tarros. Circulaba por su hogar con el precario intento de olvidar la cita. Por último, con unas insípidas gotas de colonia en el cuello, el pesado hábito de la eterna falda marrón que repicaba al caminar y la blusa gris, cerraba la puerta y partía.
Ella, la que usaba vestidos vaporosos, translúcidos de pechos y nalgas, ocupando sus horas, sus días y sus noches en bailar…
Por esa época la madre era una inofensiva anciana arropada en su raída colcha nupcial que se escondía tras los sucios cristales. Al menor movimiento desataba sus obsesiones y clamaba sin piedad. La vieja cocinera acudía, abanicaba sus ralos cabellos y le daba su medicina, es decir, un buen trago de coñac de mala calidad.
- ¿Sabes qué…? Se lo diré: la vida es un hervidero asqueroso y pecaminoso. Por suerte mi papá me protegió a tiempo, justo antes de nacer, justo antes de contraer matrimonio, justo antes de… ¡asquerosa, sucia! ¿Ha llegado? Dime que sí.
Y en su atalaya seguía la anciana con pastoso balbuceo patrullando la periódica visita.
Con otro envase de perfume regalado y su mensualidad, una escasa renta que pesaba a modo de losa fría en el bolso, tornaba Rosa Pletórica en estado de pánico hasta que lograba desprenderse de la blusa y desarticular la falda ceñida de ostracismo, no sin antes invertir una pequeñísima fortuna en verduras y frutas. De postre unos pastelillos, unas exquisitas miniaturas orientales que la esperarían en la bandejita de plata, aquella con nueve garabatos femeninos, único recuerdo de su bautizo y que conservaba por simple curiosidad.
Eran los únicos lujos que se podía permitir. Una tregua, un respiro. Visitaba a su madre, sí. Una vez al mes, es cierto. Pero, igualmente, si así no ocurriera, seguiría siendo ella: Rosa Pletórica, el animal indómito paseando por las avenidas con las zapatillas de baile colgadas al hombro, la piel aún sudorosa por el vaho de los espejos, con su pasito presuroso escalando los peldaños de tres para dar de comer a los pajarillos y que a continuación hundiría su adiestrado cuerpo en el baño, ese aseo enredado de hiedra, húmedo de nenúfares, adornado de menta y con una misteriosa hendidura por donde crecía la canela.
Por todo ello y mucho más, su acostumbrada fiesta mensual la inauguraba engalanada de sí misma. Danzando, Rosa Pletórica cantaba bien alto la canción de sus amargos cumpleaños embotellados de hastíos:
La niña entre sus manitas / carga con los ojos de las gentes / juega a que son sus regalos / y las pupilas la observan vacías /. 

Nota: fragmento del texto adaptado
para los Medios de Comunicación.

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