Esta semana mi hija me pidió que la ayudara a entender algunos conceptos clave de la Ilustración para un trabajo que tenía que presentar en clase y en el que, además, tenía que hablar de los principales pensadores y filósofos que dieron forma a los contenidos de la famosa
Encyclopédie impulsada por Diderot y D’Alembert. Entre ellos se encontraba Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu. “¿Qué hizo Montesquieu?”, me preguntó. Pues fue el primero en articular la teoría de la separación de poderes - el legislativo, el ejecutivo y el judicial- sobre la que se basa el funcionamiento de los estados modernos. Demasiada política; aquello empezaba a sonarle a telediario -“¿otra vez tenemos que ver las noticias?”, fue su frase más repetida durante el estado de alarma-. De hecho, un rato después pude ponerle un ejemplo práctico mientras almorzábamos delante del televisor.
“¿Te acuerdas de Montesquieu?”, le dije. “Pues ahí tienes a Pedro Sánchez y Pablo Iglesias bailando sobre su tumba”. No entendía nada, obviamente. No había tumba, ni mausoleo, ni cementerio. Solo una noticia en la que hablaban sobre la propuesta de reforma para la elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, que venía a ser como la desautorización del espíritu sobre el que levantó su separación de poderes, y en la que establecía que el poder judicial correspondía a los tribunales de justicia. No han sido los primeros, es cierto. González y Guerra sentaron precedente a la hora de dejar en manos del Congreso la elección de los veinte vocales entre jueces y juristas de reconocida competencia, pero al menos se mostraron escrupulosos a la hora de establecer una amplísima mayoría en las Cortes para su elección, la misma que ahora es imposible alcanzar en un hemiciclo muy fragmentado y en el que la palabra negociación es entendida por una o las dos partes como imposición. Y así es imposible.
El politólogo Pablo Simón apuntaba en un artículo en El país que la propuesta del Gobierno era un error no exento de peligro, por utilizar como amenaza el cambio de las reglas del juego. En su caso, y frente a los que defienden que sean los propios jueces los que elijan a los vocales, planteaba establecer otra regla: una especie de sorteo sobre una lista elegida por el Parlamento, ya que “la ignorancia en la elección” forzaría a los partidos a “potenciar la idoneidad de los candidatos”. En uno u otro caso, cualquiera de las dos opciones suenan mucho más razonables que la que pretende el ejecutivo.
Hay, no obstante, detrás de la maniobra, algo que se me termina de escapar, salvo que estemos a punto de caer en una nueva trampa del jefe trilero del gabinete del presidente o, definitivamente, haya optado por sacrificar a su reina en el tablero para conseguir su propósito. En este sentido, si el movimiento estratégico consistía en realidad en provocar la reacción del PP para forzarle a negociar, ¿por qué hacerlo a costa de la imagen de todo un país, a costa de recibir la reprimenda de las autoridades europeas y, también, a costa de la propia imagen del presidente? Parece evidente que ha logrado el efecto deseado, puesto que ya ha arrancado del PP el compromiso para un nuevo acercamiento, en virtud de nuevas condiciones, pero es imposible verle el beneficio más allá de la rentabilidad política particular que Sánchez haya encontrado oportuna, puesto que para el conjunto del país todo son perjuicios, desde el empeño por elevar el peso del control político sobre la justicia, hasta situarnos a la altura de países tan sospechosamente poco modélicos en el presente como Polonia o Hungría.
Si Montesquieu levantara la cabeza en estos momentos podría mostrarse dichoso por el extendido funcionamiento práctico de sus postulados, pero también desconcertado por el mangoneo político, como ahora en España, ante cuestiones tan serias y elevadas como la separación de poderes. Ni les quiero contar si se pusiera a repasar la hemeroteca y encontrara las declaraciones de quienes, ofendidos en el pasado por el modelo de elección de vocales del CGPJ, padecen ahora de pérdida de memoria, de valores y de rectitud política.