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28/04/2024  

Querida taberna

Al final he acabado aquí, en un bar

“Al final he acabado aquí, en un bar”. Cuando dio muchas vueltas la peonza y ya estaba para besar suelo y no lo hacía. Cuando el tren se salió de la vía...

Publicado: 22/03/2024 ·
17:53
· Actualizado: 22/03/2024 · 17:53
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  • Bar La Viña, esquina calle Tendaleras y calle Carmen, años 50. -
Autor

Andi Koetxea

He publicado los libros “Huelva choquera y tabernera” (2021) y “Sevilla, la ilustre taberna” (2023). El mundo de los bares y las tascas es la excusa perfecta para sumergirme en la antropología de la vida cotidiana

Querida taberna

Cerca del mostrador de bares y tabernas pasan cosas, y algunas muy curiosas. Este blog atrapa al vuelo esos sucedidos para que caigan en buenas manos

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“Al final he acabado aquí, en un bar”. Cuando dio muchas vueltas la peonza y ya estaba para besar suelo y no lo hacía. Cuando el tren se salió de la vía. Cuando el dominó se puso en marcha, había caído la primera pieza y llegaría la última. Cuando la gallina sin cabeza corre y deja sangre sobre el pienso y la abuela, con el mandil arremangado, corredetrás de ella. No consigue alcanzarla y es un poco locura. Cuando la mariposa revolotea y nadie entiende el rumbo. Abres los ojos muy temprano y no recuerdas para qué. Levantas tu cuerpo, aun con movimientos imprecisos, y vas recordando para qué. La puerta se atrancó y, a duras penas, puedes hacer fuerzas. No se abre. Se abre y te das la vuelta porque no sabes. El frío. Cuando entras. O cuando sales.El frío.

Plano general, medio, americano. Plano cenital, primer plano. Plano entero. Mires desde donde mires ves cosas diferentes. Los tornasoles cambian con los momentos, los colores van viajando de tonalidad en tonalidad. Los quejidos se confunden con sonrisas, siendo de verdad. Por el bulevar de los sueños rotos andaban muchos. Casi siempre un tal Sabina. ¡Quién supiera reír como llora Chavela!

Chavela Vargas.

“Al final he acabado aquí, en un bar. Cuando ya yo no quería”. Después de diecisiete años. Los últimos de calvario. Cuando ya ella no quería. Los dedos dolían de fregar, de empanar, de cargar, de no parar. Lejos del aceite saltando y quemando. De una explosión de ira. De sudor que sangra. Miras el reloj y no entiendes el lenguaje críptico de las manecillas.

Con Manolo le iba bien. Le dio un infarto y el hijo lo cogió y se lo cargó. El negocio ya no pitaba con él. “Un niñato”. Hay que darle calor a un bar. Hay que mimarlo, quererlo. El bar es la gente. No vienen buscando lo gris. Necesitan una luz y un color diferentes. A veces no buscan, aparentemente, nada. En esa repetición también hay luz. La que da seguridad y tranquilidad. Cuando ya ella se iba, el hijo le dijo “mira, no te hago el finiquito, que cotizo por ti un mes más y ya está”. Cuando fue a la Seguridad Social “ni un mes, ni ninguno”. Nada de nada de nada. Tampoco Manolo cumplió. En aquel tiempo hacía doblete en otro bar, limpiando y esperando los pedidos de muy temprano. Qué iba a saber ella. Bastante tenía con no parar.

Apenas un alto para un cafelito y caerse por el camino, porque ya no podía. Iba zombi. Su cuñada se hacía cargo de los niños que dejaba dormidos. Todavía eran muy pequeños para prepararse el desayuno.

“Esto es lo último”. Recita ella en alto. “Esto es lo que digo yo. Los bares son para los que no han estudiao. Se lo digo también a mi nieta”. Isabel habla de ella, porque nunca manejó los horarios, ni los menús, ni los cotarros. Ni los números. Y porque no ha tenido suerte. Nunca supo buscarla. Sólo trabajar. “Aquí estoy, aguantando a los viejos. Que se ponen aquí a la mañana y al mediodía, jugando a las cartas y jugando a…, y a los niños, que llegan del cole con las madres. Hay que aguantá. Luego son respetuosos. Todo esto es como una familia. Tú llegas y te hablan, te cuentan. Son agradables. Con mucho respeto. Pero… pero esto de los bares…”. Baja el tono de su voz poco a poco. Vigila a los lados y me dirige una mirada un poco asustada. Como el perro que sabe que, en cualquier momento, la vida le puede dar otro palo.

Isabel se retira con el dorso de la mano parte del pelo que se le ha salido de la coleta. Es largo y aún negro azabache, con alguna cana. Tiene la cara castigada. Un ceño algo fruncido. Cuesta que sonría. Me mira triste y marcha hacia el otro lado del mostrador. Le piden un descafeinado y media con tomate y aceite. Ya no me vuelve a mirar. La observo en su rítmico trajín. Sabe cumplir con su trabajo. Me estremece pensarlo.

Nota: realidad ficcionada en apenas nada.

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