Cuando hablamos de periodismo entre los compañeros y amigos, persistentemente apelamos a dos conceptos básicos fundamentales: la veracidad de aquello que se publica y la imparcialidad implícita en cada una de las informaciones, siempre desde una perspectiva honesta y con esa ética que debe regir al profesional en cualquier materia. Partimos de la premisa de que la información es poder, pero en las últimas décadas ese supuesto se ha degradado y se ha utilizado de forma errónea, o no, disfrazando ese poder, en el que nos incluían a todos y que implicaba conocimiento, saber, formación, cultura, etc., por un poder económico más particular, en el que condicionar a los políticos de turno y empresas como objetivo primordial y principal para lograr esos talones firmados.
Aún recuerdo cuando se hablaba de libertad de expresión, del derecho de la ciudadanía a recibir información veraz y, sobre todo, de profesionalidad, de periodistas forjados bajo los cimientos fundamentales por los que deben regirse. Hoy, hasta yo escribo una columna de opinión, que aunque se aleje del verdadero periodismo, no deja de ser una incursión un tanto confusa que en cierta manera degrada dicho concepto. Es triste observar que en este periodismo enlatado, acotado, condicionado y deshonesto, lo que prima es la influencia, los likes y comentarios que puedan generar, sin importar las formas, las intenciones o el contexto en el que se escriba o edite, rompiendo con ello otro poder, tan importante como los demás, la credibilidad, esa con la que se han curtido generaciones enteras, donde la influencia de grandes periodistas marcaban su estilo, siendo modelos referenciales de una sociedad casi perdida, en la que “la princesa de turno” es la que vende.
León Gross en su libro ‘La muerte del periodismo’, más allá de “la paja”, detalla fielmente esa degradación de la profesión, ese doble rasero en el que se mueve actualmente creando realidades paralelas al son que marcan los tiempos. Irónicamente, la creación del observatorio antibulos (corramos un estúpido velo) no deja de ser una muestra más de este nefasto sector, que vive una de las peores décadas de su historia. Está claro que se ha manchado esta profesión, y a veces con calderillas, como exponía hace unos años Carlos L. Báez en su columna. Camuflarse como portavoces de determinados intereses y olvidándose del verdadero periodista requiere de un estomago mayor que su propia moral, donde alejar el foco o la pluma solo es cuestión de euros, y ya sabéis que quien se mueve, o no cobra o no sale en la foto, y en su defecto, solo es cuestión de enfoque, o de enfocar.