El pasado sábado, 20 de mayo, falleció Curro Malena. El cantaor padecía una enfermedad que fue apartándolo de los escenarios paulatinamente, incluso desde hace unos meses no salía de la cama. El dolor no fue menos protagonista por el hecho de que el desenlace era de esperar, llegando a aplazarse un concierto de Rafael Riqueni en Lebrija por las circunstancias que comentamos. Un acto de respeto éste que, por cierto, cada vez es menos habitual y que antes se cumplía a rajatabla.
Recuerdo cuando moría algún flamenco de Jerez que las peñas flamencas suspendían sus actos si coincidía en los días previos o en la misma jornada. Y es que Lebrija es un pueblo que mantiene sus tradiciones y sus señas de identidad, sus valores y costumbres, entre las que está la de respetar a los gitanos viejos.
Escuché a Mateo Soleá, familia política de Curro (su mujer María es sobrina del fallecido) intervenir en los informativos de Canal Sur Tv, dejaba su testimonio y con lágrimas en los ojos decía claramente que Curro se llevaba parte de la historia del cante de su tierra. “¿Quién va a hacer ahora los cantes de Curro?” Es una sensación que se repite cada vez que se muere uno de los llamados “maestros”. Hay que recordar que Curro Carrasco Carrasco, que nace en 1945, ha sido posiblemente el cantaor sevillano más influyente de sus años, bebiendo constantemente de Antonio Mairena y de su propia saga, de su gente, el cante casero. Hijo Predilecto de Lebrija, le otorgaron hace unas semanas la Medalla de Oro de la provincia de Sevilla a petición de su propio pueblo (con su Ayuntamiento a la cabeza), sumándose otras como las del Mérito de las Bellas Artes y la Medalla al Mérito en el Trabajo que se sobrentiende quedarán en el olvido.
El legado de Curro bien queda reflejado en su amplia discografía, en su multitud de recitales y grabaciones en tv, así como en las numerosas peñas flamencas que llevan su nombre. Dicho esto, entendemos que el flamenco seguirá vivo y los que hoy en día son primeras figuras, serán considerados maestros en el futuro.
Emitimos por tanto un mensaje de esperanza para los más jóvenes que nos leen y que se reconocen como aficionados al flamenco. Tal como muchos de ellos no escucharon a Luis de la Pica, Lebrijano o Enrique Morente por su corta edad, los que ahora son referentes en la afición por su experiencia y vivencias, nunca llegaron a escuchar a Manuel Torres o Don Antonio Chacón. Tengo poco más de treinta años y puedo presumir de haber compartido ratos con Manuel Agujetas, Moneo, Fernando de la Morena, Pansequito o el propio Moraíto, y eso es lo que me llevo pero no dejo de disfrutar cuando me enfrento al cante de Jesús Méndez, Rancapino Chico, María Terremoto… Yo nos lo llamo maestros, ni siquiera a la Macanita o a Vicente Soto, que son más veteranos, los defino así porque para mí es un concepto para todo aquel que ya sople una octogenaria vela en su tarta. De ahí para adelante. Cuestión de manía.
Pero volviendo al asunto, sí que hay que subrayar la manera de entender el flamenco desde el punto de vista de una época. No será igual la pasada que la que venga, al igual que no tiene nada que ver la etapa de tablaos en Madrid con la de los cortijos en la Baja Andalucía. Lo evidente es que el cante de calidad, el baile con pellizco y estética, y las armonías guitarrísticas siguen evolucionando y creciendo. Ha de tenerse, por tanto, una mente constructiva para bien de todos, sobre todo para quien la tenga porque entenderá que todavía puede dejarse emocionar por el quejío de un niño de diez años.